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‘Juego de tronos’ siempre fue perfecta para HBO

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(Fuente: Helen Sloan/HBO)

Nadie sabe qué puede funcionar en Hollywood. Cuando Marvel empezó a dar sus primeros pasos como estudio independiente, con Iron Man en 2008, no estaban seguros de que una película sobre uno de sus personajes menos conocidos fuera ser un taquillazo. Desde luego, no existía ninguna garantía de que funcionara lo suficientemente bien como para justificar el lanzamiento de un universo integrado que todo el mundo ha querido copiar en estos diez años.

En la primavera de 2011, cuando HBO estrenaba el primer capítulo de Juego de tronos, ni la bola de cristal más certera podría haber adelantado las dimensiones gargantuescas que la serie alcanzaría ocho años más tarde, en su temporada final. Aquel episodio fue recibido con tibieza y con críticas como aquella ya célebre del New York Times que se preguntaba qué pintaba HBO emitiendo una serie de fantasía adolescente. Juego de tronos, para algunos críticos, corrompía la marca que The Wire y Los Soprano habían consolidado con tanto esfuerzo.

Curiosamente, los grandes títulos de HBO han sido siempre el faro que ha dirigido la marcha de la serie en estas ocho entregas. Había afán por deconstruir un género, la fantasía épica, que a menudo caía en lo simplista (como Deadwood con el western); se daba mucha importancia al drama de personajes y, sobre todo, a la manera en la que éstos procuraban encontrar su camino dentro de las líneas marcadas por sus lazos familiares (como A dos metros bajo tierra); las luchas por el poder podían dirimirse con maniobras políticas que habrían hecho sentirse orgullosas a Atia y Livia en Roma, o con la contundencia mafiosa de Los Soprano, y hasta el esquema narrativo de las temporadas seguía las enseñanzas de The Wire: en el penúltimo episodio tenía lugar el gran acontecimiento, la muerte (o muertes) más impactantes, y el último se dedicaba a las consecuencias.

La gran obra de David Simon, de hecho, es una guía mayor para Juego de tronos que El Señor de los Anillos. No porque en Baltimore tuvieran que lidiar con un ejército de zombies helados dispuestos a arrasar a todo ser vivo que se interpusiera en su camino, sino porque la serie muestra el mismo interés por los resortes detrás de los grandes reyes, por las minucias para las que Tolkien no tenía tiempo porque estaba contando una Canción Épica del Bien contra el Mal, que The Wire por el entramado económico y social generado alrededor de las drogas en las esquinas.

Juego de tronos contiene esa faceta de la fantasía, sí, y es la que va a centrar su final; también se preocupa por las deudas de los Siete Reinos con el Banco de Hierro, por cómo demonios van a poder comer y alojarse en Invernalia los miles de personas llamados a luchar contra el Rey de la Noche, por las rencillas personales con potencial para dar al traste con la batalla fundamental para la supervivencia de la humanidad…

George R.R. Martin ya incluía esa atención por lo mundano en sus libros para diferenciarlos del género fantástico que se publicaba a finales de los 90. Creía que todo era demasiado superficial, que daba la sensación de estar escrito con una plantilla. Martin se fijó más en la novela histórica y su afán desmitificador es lo que convertía a Canción de Hielo y Fuego en un encaje perfecto para HBO. Podía tener dragones, pero no estaba tan lejos de Deadwood o, incluso, de Carnivàle, una de las grandes rarezas de la cadena. Y no debería extrañarnos que el final de Juego de tronos fuera tan poco épico como el de The Wire.

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marina

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