Michelle Williams, como Gwen Verdon. (Fuente: FX)
El arquetipo del genio atormentado, del tipo al que se le permiten muchas cosas reprobables porque es muy bueno en su trabajo, siempre iba a sobrevolar Fosse/Verdon. Desde el principio vemos que Bob Fosse es realmente un genio, un coreógrafo dotadísimo y un director de cine mejor de lo que él mismo cree, pero también tiene muchos defectos. El principal es su “afición” a ligar con las bailarinas o cualquier otra mujer guapa que trabaje para él, no sólo porque está siendo infiel, sino porque está aprovechándose de una relación en la que él tiene todo el poder.
Era una situación que entonces, a principios de los 70, no se veía tan problemática como ahora. Las chicas que se dedicaban al show business asumían que un director podía querer acostarse con ellas y, en el caso de Fosse, al menos él era encantador y las trataba bien. Con los ojos de 2019, lo que se ve es un abuso de poder y, sobre todo, lo que han cambiado los tiempos en cuatro décadas.
Si la miniserie se centrara sólo en él, tendría un gran inconveniente. Sus responsables, sin embargo, intentan no mitificarlo. Muestran al Fosse visionario, al inseguro, al mujeriego, al drogadicto, al que coquetea más de una vez con la idea del suicidio y, sobre todo, muestran las consecuencias que sus acciones tienen en su entorno. Lo hacen, también, esforzándose por dar a Gwen Verdon una entidad propia. Ella quiere escapar de su sombra, aunque sepa que su colaboración funciona a las mil maravillas, porque le resulta asfixiante.
El cuarto capítulo, Glory, traza el año profesionalmente más exitoso en la vida de Fosse: en 1973 ganó el Oscar a mejor director por Cabaret, tres Emmy por el especial Liza with a Z y dos Tony por Pippin, un musical sobre un joven que busca su lugar en el mundo y que finaliza con la canción que presta su título al episodio. El director y coreógrafo va de subidón en subidón, pero no es capaz de disfrutarlo: sus tendencias mujeriegas van de mal en peor, su adicción a los calmantes está descontrolada y se encierra en sí mismo y en lo que él necesita. Ni siquiera encuentra un hueco para ver los ensayos de la obra que Verdon va a representar para ayudar en una reescritura del libreto.
Recreación en la mente de Fosse de ‘Glory’. (Fuente: FX)
Su espiral de autodestrucción coincide con nuestro primer vistazo a los propios fantasmas de Verdon, al pasado que dejó atrás para triunfar como bailarina en Nueva York. Que se equilibren las dos historias es lo que da la medida de lo que es Fosse/Verdon: la historia de ella es tan importante como la de él, son igual de válidas las cosas que Gwen superó, y las dificultades que debe afrontar cuando la vemos, que las de Bob.
Y el retrato de Verdon es, además, el de las expectativas que la sociedad de los 70 pone sobre ella. Las cartelas con las que la miniserie marca el periodo temporal de cada episodio avisan a menudo que han pasado más de diez años desde su último premio Tony y, desde luego, las de Glory resultan especialmente reveladoras al comparar el 1973 de Fosse con el de ella, que busca la manera de salir a flote profesionalmente, de sentir que tiene algo que aportar que no sea sólo ayudar a su ex marido con el montaje de Cabaret o la puesta en escena del número crucial de Pippin.
Fosse/Verdon trata a sus dos protagonistas como personas complejas que a veces aciertan y otras se equivocan. La construcción de determinados aspectos, como la amistad de Paddy Chayefsky y Fosse o los traumas que Verdon lleva con ella de manera inconsciente, van matizando el retrato y convirtiendo la miniserie en algo más que sólo la recreación de sus números musicales.
Esos números, por otro lado, son fantásticos. El cierre del capítulo, con ese Glory que parece sacado directamente de All that jazz, es el culmen en ese aspecto de la serie.
‘Fosse/Verdon’ está disponible todos los miércoles en HBO España.
Crítica: ‘Fosse/Verdon’, el genio problemático y la estrella reivindicada
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