Todavía nos dura la resaca pasado un mes de una carrera de premios que tuvo como meta el pasado 2 de Marzo. 12 años de esclavitud confirmó un favoritismo que llevaba ostentando desde Septiembre y salvó todo un match ball frente a la opción más taquillera y de sacar músculo de la industria, Gravity. No se puede negar que a algunos nos apasiona todo esto y ahora parece que nos falte algo, siendo casi como una particular bolsa de valores en las que las acciones de tal y cual película o intérprete suben o bajan cada día, mientras a otros (sanos de espíritu que sólo se fijan en lo verdaderamente importante que no es otra cosa que los ganadores de los Oscar) les incomoda que medio timeline cinéfilo esté esos días (y ya unos cuantos meses previos) radiando minuto a minuto las decisiones de unos críticos tan afines a nosotros como los de Detroit, Kansas o Iowa (sin duda, auténticos paladines de la crítica internacional). Nótese la ironía con todo el respeto a algún lector que sea de ahí o nos lea desde la América profunda subido a su tractor.
En todo caso, esta carrera de premios ha dejado dos películas muy interesantes, heterogéneas y, cada una a su manera, imperecederas. Estos argumentos, no por repetidos, no dejan de ser interesantes a la hora incidir en ellos.
Una es la tan comentada odisea espacial y experiencia visual que nos ha reportado Gravity, todo un paso adelante en el que Alfonso Cuarón se ha permitido ampliar su legión de admiradores y, de paso, estimular a la industria con una película incontestable. Sin duda, Gravity se ha convertido ya en una referencia para las futuras generaciones y recibió un merecido Oscar al mejor director además de otras seis estatuillas. La otra es esa expiación en forma de película que ha llevado a cabo la sociedad USA con 12 años de esclavitud, no sólo porque confirmó los pronósticos tras estar en lo más alto de todas las apuestas al Oscar desde hace meses, sino porque la crítica (mucho más entusiasta y afectiva en USA que en Europa, hay que decirlo) no ha dudado en encumbrar a la película de Steve McQueen como la película definitiva sobre uno de los episodios más oscuros de la tantas veces catalogada mejor democracia del mundo. Y eso es porque hasta ahora, a pesar de más de un siglo de cine, no se puede destacar un título que haya tenido en cine tal calado sobre este tema como en literatura lo tuvo La cabaña del tío Tom publicada en 1852, curiosamente un año antes que las memorias de Solomon Northup (encarnado por Chiwetel Ejiofor en la película de McQueen) con una influencia mucho menor que la obra de Harriet Beecher Stowe. Y es que no hay más que señalar que el libro de Northup ha tenido más ventas en los últimos seis meses que en más de 150 años.
Todo esto, y su efectivo triunfo en los Oscar, me ha hecho pensar… ¿realmente existe ese “black power” del que muchas veces se ha hablado? ¿Ha pesado tanto la temática racial como para inclinar a su favor un triunfo final que se concibe como desapasionado teniendo en cuenta que en todos los premios importantes (Globos de Oro, Bafta, Oscar) no pudo sumar más de tres premios en ninguna de esas citas?
Está claro que la presencia afroamericana tiene una gran influencia en la sociedad USA y en ciertos foros de decisión. Se ha hablado de los afroamericanos y del lobby judío durante muchos años como el nicho al que realmente tienes que llegar si quieres cumplir tu “american dream” o, lo que es lo mismo, tanto si quieres encabezar la lista de éxitos musicales, ganar el Oscar u ocupar la Casa Blanca. Pero… ¿es eso realmente cierto? ¿Cómo es posible que entonces no haya sido hasta ahora cuando una película sobre la esclavitud y protagonizada y dirigida por negros ha logrado ganar el Oscar siendo la primera en 86 años? Seguramente porque esa integración de la raza negra en la sociedad USA no es realmente tal. Evidentemente, se han dado pasos muy importantes en las últimas décadas pero quizás ese acuñado “black power” no tenga tanta fuerza como parece, más allá de ser una etiqueta que siempre queda bien poner cuando alguien de la comunidad negra empieza a destacar.
En la Historia de los Oscar encontramos tres momentos que, sin duda, han sido un reflejo de la historia de la propia raza a través de las décadas y que conviene repasar en un año en el que nos hemos encontrado a una ganadora que, al margen de su calidad, ha sabido imponer también las cartas de la fuerza de su temática.
El primero es, sin duda, el de Hattie McDaniel, la Mammy de Lo que el viento se llevó. En 1940 se convertía en la primera afroamericana en ser nominada y también en ganar la estatuilla por su vivaracho y entrañable papel de empleada doméstica siempre fiel, pero también determinada y deslenguada a la hora de cantar las cuarenta a Scarlett O´Hara. Lo hacía ganando a estrellas en ciernes como Olivia de Havilland por su papel de Melania en la misma película. McDaniel se convirtió en icono y referencia, así como de la doble moral de la época que te permitía ganar un Oscar haciendo de chacha, pero impidiendo que te sentaras junto a otros nominados como ella quedando relegada a una zona de la sala destinada a gente de su raza. Aunque trabajó en más de 300 películas, su nombre sólo apareció acreditado en unas 80 cintas y en 1952 (año de su muerte a los 60 años) fue rechazada del cementerio de Los Angeles al no permitirse que los negros se mezclaran con los blancos en su último descanso. La injusticia fue levemente reparada en 1999 cuando este mismo lugar cimentó un cenotafio dedicado a su figura y su recuerdo.
El segundo nombre clave es el de Sidney Poitier, ganador del Oscar en 1964 por Los lirios del valle y nominado cinco años antes por Fugitivos. No fue casualidad que a la hora de preparar una ceremonia que parecía encaminada (como así fue) al triunfo de la película de Steve McQueen, los productores sacaran a Poitier de su retiro y le hicieran reaparecer en los Oscar a sus 87 años del brazo de Angelina Jolie a la hora de dar el premio al mejor director. Un tándem curioso si tenemos en cuenta que Jolie fue la primera opción de Cuarón para protagonizar Gravity y Poitier podía ser el encargado de darle el Oscar al mejor director por primera vez a un director negro.
Salvando las distancias, Poitier se convirtió en el James Stewart negro. Y es que como bien se refleja en una de las discusiones que tienen en la controvertida, pero reveladora sobre los avatares y desventuras de la raza negra durante el siglo XX, El mayordomo de Lee Daniels, Poitier era el ideal de negro que tenían preconcebido los blancos. Noble, atractivo, pero también supeditado a la decisión del blanco, bien fuera el Tony Curtis de Fugitivos o el Spencer Tracy que toleraba su relación con su hija en Adivina quién viene esta noche. En definitiva, si alguien podía tolerar por aquellos años el matrimonio interracial era básicamente porque tu yerno era Sidney Poitier. Eso sí, a pesar de su creciente estatus por aquellos años, conforme fue envejeciendo (y dejó de ser el yerno negro ideal) su carrera se fue resintiendo por el mal de una industria hollywoodiense que reservaba pocos papeles (y casi ninguno de lucimiento) a la comunidad negra. Por eso, nunca volvió a alcanzar el techo de 1967, año en el que encadenó tres de las mejores cintas de su filmografía, la citada Adivina quién viene esta noche, con un mensaje revelador y necesario para aquellos años con un discurso final de Spencer Tracy de gran calado humano sólo comparable al de Charles Chaplin en los últimos momentos de El gran dictador, así como Rebelión en las aulas y En el calor de la noche. En 2002, 38 años después de ser el primer actor negro en ganar el Oscar a mejor protagonista, la Academia de Hollywood le rendiría tributo con un Oscar honorífico en una edición muy especial que (intencionadamente o no) se convirtió en el tercer episodio de este itinerario de ediciones claves para la raza negra en la Historia de los Oscar.
Y es que la edición de 2002 se convirtió en todo una reivindicación para la raza negra. Nunca sabremos si hubo un juramento de los académicos (que seguían recibiendo críticas veladas por parte de muchos sectores al sólo premiar a seis actores negros en 73 años) o fue por pura justicia interpretativa, pero lo cierto es que Denzel Washington y Halle Berry terminaron ganando los Oscar a mejor actor y actriz protagonista (un doblete nunca producido) en un año en el que también era candidato Will Smith por Ali y en el que, como hemos dicho, Poitier recibía el honorífico.
Lo curioso es que ni Washington ni Berry llegaron como favoritos a la gran noche del cine. El lector que sepa algunas claves mínimas de la carrera de premios sabrá que el Globo de Oro y el Gremio de Actores se antojan como termómetros muy efectivos para un actor (aunque no vinculantes) si logra ganarlos antes de los Oscar. Washington no consiguió ninguno de los dos, ya que ambos fueron a parar al irascible Russell Crowe por Una mente maravillosa. La película de Ron Howard (una de las más cuestionadas de todos los tiempos) terminó alzándose con la estatuilla en las categorías de película y director, pero Crowe no pudo repetir la gesta y ser el tercer intérprete masculino en ganar dos años consecutivos en la categoría protagonista (tras Spencer Tracy y Tom Hanks) tras su triunfo anterior por Gladiator. El por aquellos años difícil de lidiar Crowe (en sus buenos tiempos no hubiera dejado vivo a nadie de los que le criticaron recientemente por su cavernosa y tabernaria voz en Los miserables), sufrió que los Oscar sean también un concurso de simpatías y que el actor viviera una campaña rodeada en polémica por su agrio carácter y su incidente en un hotel en el que terminó arrojando un teléfono a un empleado. Washington, en uno de los personajes más oscuros de su filmografía, algo a lo que últimamente parece más abonado, se hacía con el segundo Oscar de su carrera (ya había ganado por Tiempos de gloria en 1990 como actor de reparto). Todos estos papeles no podrían haber sido interpretados por otro actor que no hubiera sido negro, y sumando la nominación del año pasado por El vuelo, Denzel Washington es el intérprete negro con más candidaturas en los Oscar con exactamente 6 menciones (además de las tres ya mencionadas, también por “Grita libertad” en 1988, por Malcolm X en 1993 y por Huracán Carter en el año 2000). Sin duda, Washington ha sabido coger el testigo de Sidney Poitier como negro ideal y él mismo entró en ese juego cuando le agradeció a Poitier su segundo Oscar por haber sido una gran inspiración durante toda su carrera en el turbulento mundo de Hollywood.
El caso de Halle Berry es mucho más paradójico por varias razones. Primero, porque Berry no venía de una carrera precisamente muy exitosa a nivel interpretativo (más bien se limitó a enseñar palmito y tipazo en productos tan irregulares como Los Picapiedra, Bulworth, X-Men u Operación Swordfish); y segundo, porque logró llevarse la estatuilla a la primera y en su única nominación hasta la fecha. Todo siguiendo el estilo de muchas otras actrices que, por aquellos años, encontraron una vía para ganar el Oscar afeándose y protagonizando un dramón de los gordos, como ocurrió con Hilary Swank, Nicole Kidman, Charlize Theron o Marion Cotillard. A pesar de ganar el premio del Gremio de Actores, no llegó como favorita a la gran noche del cine ya que parecía que iba a prevalecer el duelo entre Sissy Spacek por En la habitación y Nicole Kidman por Moulin Rouge, ganadoras del Globo de Oro por esos trabajos y que, además, contaban con la baza (más teórica que práctica) de que sus películas sí que estaban nominadas a la estatuilla, al contrario que la película protagonizada por Halle Berry (que, más que la estatuilla para ella, ha dejado para la posteridad uno de los polvazos más salvajes y desesperados que hemos visto nunca en una pantalla). Al año siguiente, y en la cresta de la ola por un premio que la ha convertido en la única actriz negra en ganar el Oscar protagonista, se convirtió también en la primera chica Bond afroamericana, emergiendo de las aguas como antes sólo lo había hecho Ursula Andress. Eso sí, si Denzel Washington ha logrado construir una carrera sólida y regular, en el caso de Berry el Oscar fue la excepción para una carrera con muchos valles bodrio tras bodrio. Tras ser chica Bond, Gothika y Catwoman la hundieron y, aunque haya hecho un pacto con el diablo que mantiene su belleza exótica más latina que afroamericana, y haya intentado volver al drama con Cosas que perdimos en el fuego o Frankie & Alice, nunca ha vuelto a alcanzar ni por asomo ese momento de gloria en el que sollozó emocionada recordando la puerta que actrices como Hattie MacDaniel habían abierto para ella.
Haciendo recuento, hasta 2001 sólo seis actores negros ganaron el premio: Hattie McDaniel por Lo que el viento se llevó en 1940, Sidney Poitier por Los lirios del valle en 1964, Louis Gossett Jr. por Oficial y caballero en 1983, Denzel Washington por Tiempos de gloria en 1990, Whoopi Goldberg por Ghost en 1991 y Cuba Gooding Jr. por Jerry Maguire en 1997. Luego vendría el doblete de 2002 con Denzel Washington por Día de entrenamiento y Halle Berry por Monster’s ball. A partir de ahí ha habido dos actores premiados en la categoría de protagonista (Jamie Foxx por Ray en 2005 y Forest Whitaker por El último rey de Escocia en 2007), uno en la de reparto (Morgan Freeman por Million dollar baby en 2005) y ya cuatro mujeres en la categoría de reparto (Jennifer Hudson por Dreamgirls en 2007, Mo’nique por Precious en 2010, Octavia Spencer por Criadas y señoras en 2012 y Lupita Nyong’o por 12 años de esclavitud en 2014). En total, de las 15 ocasiones en que un actor negro ha ganado el Oscar, 9 han sido en lo que llevamos de siglo XXI, lo que no deja de ser relevante a la hora de analizar cómo Hollywood ha intentado purgar sus pecados.
No hay que olvidar en esta lista a otros actores como Will Smith, Djimon Hounsou o Viola Davis que, aunque no hayan ganado nunca, al menos demuestran su posicionamiento en Hollywood con dos candidaturas para cada uno. Otro dato curioso es que en lo que llevamos de siglo XXI ha habido en las nominaciones al Oscar tres dobletes de actores negros en la categoría de protagonista: Denzel Washington por Día de entrenamiento y Will Smith por Ali en 2002, Jamie Foxx por Ray y Don Cheadle por Hotel Rwanda en 2005 y Forest Whitaker por El último rey de Escocia y Will Smith por En busca de la felicidad en 2007. En todos esos años, se terminó imponiendo uno de esos dos candidatos.
Este año, 12 años de esclavitud se ha presentado como el mascarón de proa de la defensa de los derechos raciales con una cinta que, más que conmover, noquea al espectador afectando más al estómago que al lagrimal. Sobre todo a ojos de europeo, ya que da la impresión de que la película ha logrado emocionar (especialmente a nivel de críticas) más en territorio estadounidense que por estos lares, seguramente por esas connotaciones de haber vivido desde allí en primera persona el devenir de la causa afroamericana, bien por sufrirla en las propias carnes o bien por haber sido testigo de ello aunque sea desde la visión de un blanco. El cine todavía no había ofrecido una película que narrara con tanto verismo unos hechos que siguen destrozando el alma de una nación que asistió a ello sin ninguna condena para nadie y asumiendo que el tráfico de esclavos era lo justo y necesario. Cintas como Precious o The blind side (más dramas familiares que cintas tótem sobre la raza) vieron aupadas sus opciones y llegaron a estar nominadas recientemente al Oscar, aunque fue Criadas y señoras la que sí conectó de verdad con el corazón y con la idiosincrasia de una población que había convivido siempre con esas mujeres de servicio que criaron a tantas generaciones de estadounidenses a lo largo de todo el siglo XX (¿recordáis a la Carla de Mad Men, despedida tras uno de los furibundos histerismos de Betty Draper?). Y es que desde nuestra perspectiva, y sin tener tantos resortes emocionales listos de poder ser descerrajados para que broten las lágrimas, la cinta protagonizada por Viola Davis y Emma Stone lograba ser todo un homenaje y una carta de amor a esas mujeres sufridoras y desinteresadas que contribuyeron a la vertebración familiar y a la formación de futuros ciudadanos desde la cuna. Esa dualidad entre Estados Unidos y el resto del mundo se concluye cuando repasamos que allí recaudó 169 millones de dólares mientras que en el resto del mundo sólo llegó a 46. Cine por y para el público USA por muy universales que, a veces, quieran ser los Oscar.
El año pasado el tema de la esclavitud asomó con fuerza en las candidaturas teniendo en cuenta la presencia de Lincoln con 13 nominaciones y Django desencadenado con 5. Las dos reflejaban el tema de una manera más contextual que directa. En el primer caso, Spielberg ofrecía un ejercicio de salón, así como de conversaciones de despacho y pasillo, sobre los últimos meses de vida de Abraham Lincoln en su empeño en el proceso de abolición de la esclavitud a través de la decimotercera enmienda, apoyándose en un guión sin fisuras de Tony Kushner en el que los diálogos y las sensaciones prevalecen sobre la acción y el ritmo de la historia a la hora de retratar el interesante proceso político que se narra en la película con el necesario debate sobre el racismo y sobre porque unas personas se considera que están por encima de otras en función de la clase social o el color de la piel, temas que siempre han preocupado a Spielberg (muestra El color púrpura y Amistad), al igual que el dolor y el trauma que generan las guerras, así como las intrigas políticas para conseguir los votos necesarios aunque haya que prescindir de toda ética.
Alejado de ello se encuentra el delirio de sangre y venganza que es Django desencadenado en el que Quentin Tarantino llevaba a cabo su homenaje al spaghetti-western, introduciendo la ruta de un esclavo liberado y un cazarrecompensas que viajan a una plantación algodonera donde se encuentra retenida la mujer del primero. Encontrándonos temas y relaciones muy interesantes como la dominación y sumisión entre el personaje de Leonardo DiCaprio y Kerry Washington, antes de que ella se acostara nada más y nada menos que con el presidente de los EEUU (ficticiamente, no te preocupes Michelle) en esa serie de televisión de título y guión escandaloso llamada Scandal que ha elevado el “guilty pleasure” a “pleasure” a secas y que a punto estuvo de convertirla en la primera afroamericana en ganar un Emmy. Pero quizás lo más interesante es esa relación paterno-filial si se quiere, o de confianza mutua, entre el Calvin Candie de DiCaprio y el Stephen de Samuel L. Jackson: la perversión de la esclavitud en su sentido más amplio en un personaje que (algo caricaturizado) ha abrazado el reverso oscuro de esta condena, encajando en el engranaje construido por su amo, y dando su vida por el honor de los blancos, más que ante el sufrimiento de cualquier remordimiento por la vejación de alguna persona de su raza.
El cine parece querer redescubrir una etapa que anteriormente tiene un destacado precedente en Aleluya (1929) de King Vidor en la que un realizador blanco se preocupaba por el sistema de vida de los algodoneros, consiguiendo la nominación a mejor director por una película que realmente miraba de frente el problema alejándose de estereotipos como en El nacimiento de una nación (1915) y el ambiente de Cotton Club que respira El cantor de jazz (1927) en la que los negros actúan o sufren el calor de las cocinas en los fogones mientras los blancos asisten desde su superioridad de clase social al espectáculo.
Este año definitivamente el tema que asomó en la edición de 2013 se ha subido a la palestra y ha marcado una temporada de premios en la que 12 años de esclavitud, al margen de sus innegables atributos, se ha erigido como la película que se debía de premiar por la magnitud de lo que cuenta, y moverse en las aguas de un tema tan importante (dicho sea, esto escrito y leído con palabras mayúsculas) ha inclinado la balanza a su favor como ocurrió hace 20 años con La lista de Schindler, momento en el que se empezaron a acuñar los calificativos tan sobados de necesaria, clásico instantáneo o más grande que la vida. En todo caso, la industria de Hollywood ha pretendido expiar sus culpas (a su manera) con esta decisión, aunque Cuarón se ha interpuesto en ese ya condicional abrazo que se hubieran dado Poitier y McQueen dándose el testigo, … y es que no un afroamericano, sino un director británico, ha estado a punto de ser el primer negro en ganar el Oscar como director. Hasta la fecha sólo dos habían sido nominados al Oscar: John Singleton por Los chicos del barrio en 1992 y Lee Daniels por Precious en 2010… todo ello para desesperación de Spike Lee, que todavía no se explica que ese honor no recayera en él por Haz lo que debas o Malcolm X mientras hace vudú indistintamente a cualquiera de estos nombres o al de su “adorado” Tarantino.
Pero no sólo la película de McQueen ha ocupado todo el espectro en esta temporada de premios sobre lo que estamos comentando en este artículo. En segundo plano (por no decir que, directamente, al final no ha estado ni enfocada) tenemos El mayordomo, la historia real del mayordomo Eugene Allen que sirvió a 8 presidentes de los Estados Unidos que, al margen de su presencia mayor o menor en esta carrera con la todopoderosa Oprah mediante, por lo menos sí que ha sido el éxito del pasado verano para The Weinstein Company al recaudar 116 millones de dólares en USA y 46 millones más en el resto del mundo. A pesar de las críticas recibidas por la película (entre las malévolas y las puramente chanantes propio de ese maquillaje que algún mandatorio presidencial se gasta), la cinta arroja una interesante trama generacional con la relación entre el padre, que es más conformista y sumiso a esos años de opresión, y el hijo, un activista que enarbola el sueño que soñó Martin Luther King y que vive y sufre en primera persona tanto el episodio del llamado “autobús de la libertad” como el de los Panteras Negras. La trama ayuda a comprender la evolución de un país que ha culminado todo este periodo con la elección de Barack Obama en dos mandatos como presidente de los Estados Unidos. Un hombre negro en un edificio construido y servido siempre por gente de esta raza, algo que vimos en la miniserie John Adams cuando Paul Giamatti se convertía en el primer presidente USA en estrenar el edificio en 1800. Desde luego, los Weinstein han sabido conectar con el público y con la taquilla tanto con esta película como con la citada Criadas y señoras, que superó los datos de taquilla de la película de Lee Daniels.
Queda más que demostrado que la temática racial interesa y que, aunque desde nuestra visión lo tratemos con cierto tono despectivo por su gran poder lacrimógeno (algunas veces, incluso directamente manipulador), no podemos obviar que es juzgado por nosotros careciendo de esa sensibilidad cercana a la historia que hace que al otro lado del Atlántico sí desate el sentimiento a flor de piel ante la conexión emocional que se tiene con lo que se cuenta y con esos personajes que recuerdan a padres, abuelos, familiares o conocidos de épocas pasadas.
También distribuida por los Weinstein se ha presentado este año Fruitvale Station, una mirada casi documental a una de esas injusticias reales que en el cine encuentran también la posibilidad de ampliar y condenar el tono de la denuncia. En este caso, se narra la muerte a manos de un policía de Oscar Grant, un joven negro de 22 años, en una historia que si bien ha quedado al margen de los grandes premios y que sigue pendiente de estreno en España, sí que ha sido reconocida por importantes asociaciones de críticos este año en los apartados de revelación, destacando las interpretaciones de Michael B. Jordan y Octavia Spencer.
Pero en Hollywood no sólo se vive de los premios sino, básicamente, de los rendimientos en taquilla. En ese campo se encuentra en una posición privilegiada Will Smith que, además de tener 2 nominaciones al Oscar y dos hijos con los que quiere (de momento sin éxito) conquistar el mundo y perpetuar su apellido por los restos, tiene 13 títulos que han superado la barrera de los 100 millones de dólares de recaudación en USA, destacando un pódium en el que se encuentran Independence day (557 millones), Men in black (439 millones) y Soy leyenda (295 millones). Aunque ahora esté de capa caída y perdiera el Oscar por Dreamgirls, Eddie Murphy atesora 25 títulos que han superado esa cifra psicológica de los 100 millones en su recaudación USA mientras que Morgan Freeman (y éste con Oscar por Million dollar baby) consigue esta proeza en 17 títulos. Denzel Washington sólo puede decir esto de 11 películas pero, tras lo comentado anteriormente, que le quiten lo bailado porque es el actor negro más nominado al Oscar y con más estatuillas. En menor medida, otros nombres como Chris Rock, Martin Lawrence y Tyler Perry saben también lo que es ganar buenos réditos en la taquilla de su país, aunque aquí no conectemos con su humor y la mayoría de sus trabajos no encuentren distribución.
Está claro que Hollywood sigue dependiendo de la raza negra,pero la situación que estamos viviendo en los últimos años no nos tiene que hacer pensar que existe un black power que, con los datos, no termina de definirse. Hasta la década de los 80 sólo dos actores negros habían ganado el Oscar, lo que es una clara muestra de que no existían personajes realmente interesantes para ellos y que no podían acceder a los mejores papeles en iguales condiciones que los blancos… a no ser, claro, que fueran roles escritos específicamente para gente de su raza, siendo la mayoría como mero alivio cómico o como puro cliché de sirvienta, mayordomo, esclavo algodonero o, en el mejor de los casos, amigote bocazas robaescenas. Pero esta expiación que está llevando Hollywood con el fin de purgar sus pecados no nos tiene que hacer olvidar que todavía, a no ser que seas Denzel Washington, los actores afroamericanos tienen muy difícil hacerse con un papel al no ser que sea descrito en el guión como negro. Por eso todavía está costando ver a un James Bond negro (Idris Elba sigue esperando) o el cine del imperio Marvel no acoge a un actor de esta raza a no ser que sea para un personaje llamado Halcón o Black Panther.
Aunque 12 años de esclavitud haya supuesto un hito muy importante para esta comunidad al poner los puntos sobre las íes en muchos aspectos, el perdón, la disculpa y la igualdad definitiva todavía no ha llegado y en un mundo (y en una industria) tan tendente a etiquetar en función de carácter, personalidad, raza o color, parece todavía muy complicado llegar a ese momento en el que el black power pueda tener verdaderamente ese poder que se le achaca y que vaya más allá de la pura discriminación positiva.