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Perdida, a favor y en contra

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En contra — por Rafa Russo

(¡Ojo, spoilers!)

No soy ni fan ni detractor del cine de David Fincher. Ni siquiera estoy seguro de que el conjunto de su cinematografía tenga un sello tan personal e intransferible que le haga merecer el título de “cine de”. Me gustan algunas de las pelis que ha dirigido y otras no tanto. Pero de todas las que he visto de él, encuentro que Perdida es de las más flojitas, seguramente porque viene lastrada por el material del que parte el guión, una novela que tiene toda la pinta de ser de kiosco de aeropuerto.

Y eso que fui al cine con ganas, por las entusiastas recomendaciones de dos amigos (uno guionista y otro productor). Pero la decepción fue mayúscula.

Ya en las primeras secuencias, particularmente en ese primer flash-back en el que los personajes de Ben Affleck y Rosamund Pyke se conocen, se me encendieron las alarmas: los diálogos de esas secuencias me “cantaron” por lo forzados y pretenciosos que eran. Intentaban ser “cool” e inteligentes, pero no eran ni una cosa ni la otra. También la química entre los actores, lastrada por los diálogos, se resentía. Incluso la manera de saltar al pasado a través de los flash-backs con el voice-over de ella no me pareció muy elegante. Más bien lo contrario, me remitía a episodios de Mujeres Desesperadas.

Aún así, me dejé llevar por el fácil enganche que te ofrece la trama principal. Pero al poco tiempo, te das cuenta de que los personajes no son mínimamente interesantes, ni ricos en matices, sino más bien de brocha gorda (él, ramplón y mediocre, enganchado a videojuegos cuando se queda en paro; ella, una psicópata manipuladora, muy lista para algunas cosas y muy torpe para otras, según le convenga al guionista). Vale, es cierto que ninguno de los dos resulta ser lo que parecían ser: pero es que en ese simple juego de manos se agota toda la magia del filme. No hay más capas. No hay matices. Y si la peli se quiere erigir en un retrato del horror doméstico que puede llegar a habitar en ciertos matrimonios de clase media de los suburbios, no se podía haber hecho con trazo más gordo e improbable. El horror más real e impactante no es el crimen gore tipo Pistorius, el cónyuge que resulta ser un psicópata o una mala bestia, sino el vacío, la superficialidad, la insatisfacción, la falta de estímulos en una pareja que se entrega a los falsos paraísos de la sociedad de consumo. Pero la lupa de Fincher y su guionista no alcanzan a ver esa letra pequeña, y a cuánta distancia se quedan ambos de otros retratos más profundos y sutiles del horror suburbano como puede ser Revolutionary Road.

Busqué, pues, algún asidero en algún personaje secundario, la hermana de Ben Affleck, o la policía que investiga el caso con su sempiterno café de take-away en la mano, pero la peli no les da la oportunidad de crecer o interaccionar con la trama y los deja de lado, apenas bosquejados.

El mundo que visita la historia (el de la carnaza televisiva) es particularmente repelente y de sobra conocido por todos, lo que tampoco ayuda a dotarle al thriller de un cierto “halo” o de que el espectador se sumerja en inquietantes y desconocidas oscuridades (como es el caso de La Isla Mínima, True Detective o, por hablar de otras pelis de Fincher, Seven o El Club de la Lucha). Vale, sí, la peli quiere criticar ese mundo (lo cual ya es poco original), pero lo hace sin inteligencia, ni humor ni profundidad, sin ofrecer nada nuevo (ya sabemos que hay gente que hace cualquier cosa por un “selfie” con un famoso), de modo que lo único que consigue es rebajarse al nivel del mundo que quiere criticar. Un ejemplo: la presentadora del reality podría haber sido un “diablo” atractivo -uno imagina lo que Aaron Sorkin hubiera hecho con ella-, pero su personaje tiene tan pocas aristas como líneas de expresión su rostro recauchutado.

Así que queda el puro entretenimiento de las piruetas de trama, de la intriga de “qué es lo que va a pasar”. Pero hasta en ese aspecto naufraga Perdida, ya que cualquier espectador mínimamente avezado intuye el giro dramático de mitad de peli, y a partir de ahí, ya no hay más sorpresas, salvo la del (increíble) final. Mientras, por el camino, la historia ha ido haciendo aguas a través de los numerosos agujeros que tiene la trama, acumulándose una implausibilidad tras otra, hasta que llega un momento en que ya no te crees nada.

Y al personaje del pobre Ben Affleck, que se ha mostrado tan pasivo a lo largo de la peli y se ha rebelado tan poco ante la injusticia de lo que le está ocurriendo (algo imperdonable en un thriller que responde al esquema de protagonista “falso culpable”), el final del guión le reserva el colmo de las pasividades. Tiene mil opciones para evitar que ocurra lo que le ocurre. Y no hace ninguna. Sigue figuradamente sentado en el sofá jugando a los videojuegos, aceptando que se ha quedado en la calle. Tan ramplón y resignado como al principio de la peli.

Aunque sinceramente, a esas alturas de la función, ya me importaba bien poco lo que le ocurriera.

“Nunca conoces del todo a la persona con la que te casas, nunca sabes del todo lo que piensa tu pareja”, reza, más o menos, el log-line de la película. Y lo que podía haber sido un muy interesante punto de partida para un filme turbador e inquietante acaba siendo una mera frase de marketing que intenta vanamente enmascarar la vacuidad de un fallido filme de entretenimiento más cercano a tv movies del tipo Durmiendo con su enemigo que a cumbres del horror doméstico burgués como pueden ser las novelas de Richard Yates o de Patricia Highsmith o las pelis de Claude Chabrol.

A favor — por Ángela Armero

Antes de empezar a contar por qué me gusta Perdida he de confesar cual folclórica encarcelada que soy una loca admiradora de Fincher y que incluso las películas suyas que menos me gustan me gustan, o dicho de otro modo, algunas que han pasado con menos gloria como Millenium también las disfruto mucho. De hecho, cuando estaba preparando el rodaje de mi segundo corto Entrevista veía obsesivamente Seven y El Club de la Lucha, dos de mis películas favoritas, que como Perdida también son relatos que contienen una reflexión sobre la moralidad. La colectiva, o la falta de ella en un contexto social, y la personal, en la segunda. Aunque en algo más se parecen El Club de la Lucha y Perdida: en la forma en la que los personajes agotan una realidad asfixiante que les aboca a un vacío existencial y les determina, literalmente, a una reinvención, a un nuevo nacimiento bajo el signo de la violencia y con el mandato que condena a muerte a la hipocresía. Es decir, las tres obras de Fincher (y quizá otras del mismo director) tratan de una verdad latente en la sociedad, en nosotros mismos o en el matrimonio que lucha por salir a flote. Por supuesto nada de esto lo habría conseguido sin sus guionistas, pero su preferencia y su comprensión de las historias de este estilo son un sello definitivo de su cine, por no hablar de lo que me cautiva del envoltorio formal de sus películas: la elegancia innata de contar con buen gusto y una estética apabullante pero sin desplazar la importancia del relato o convertirse en un parque temático al estilo, por ejemplo de Wes Anderson y su hipsterismo carente de contenido.

Así que mi disposición era la mejor posible cuando me senté en la butaca del cine a ver la película. Me gustó mucho el macabro prólogo en el que la voz de Nick Dunne (Ben Affleck) habla de que piensa en el contenido del cerebro de su esposa. Pero después de eso, y según la película avanzaba por unos derroteros conducidos por la voz de la mujer, Amy Dunne, cuya desaparición aporta el tema de la película, me sentí escandalizada. ¿Qué era esa patética comedia romántica con chirriantes diálogos y cursiladas continuas? A pesar de la imagen estilizada había algo profundamente repugnante en el tramo en el que Amy contaba el proceso de degradación de su matrimonio. Suspiré. Tres horas de eso se me iban a hacer larguísimas y sobre todo, me sentí muy decepcionada, y en el fondo también algo incrédula, de que Fincher y su equipo, él también, se hubiera vuelto un hortera, que hubiera sucumbido a un falso esteticismo de dos personas atractivas rebuznando lugares comunes. “Esto han sido los del estudio”, pensé, “algún screening jodido le ha hecho volverse cursi”, y cosas así.

Pese a todo, intenté mantenerme dentro de la película (hecho que no tiene mucho mérito cuando te encuentras en un cine aprisionada a un lado y a otro por decenas de espectadores). La estructura de la narración contenía un doble punto de vista que se iba alternando. El de Amy, que cuenta cómo se ha ido desintegrando su matrimonio, y el de un relato neutro que detalla los avances de la investigación policial que va cercando a su marido, Nick Dunne, quien cada vez parece más sospechoso por la revelación de datos inquietantes sobre su vida privada.

Al mismo tiempo, en su relato, Amy muestra en su punto de vista a un marido distante, apático, que incluso llega a ser violento. El tono chirriante y casi de vergüenza ajena se ha ido matizando hasta convertirse en una intriga bastante convencional. Sin embargo, poco después, y junto a un par de giros potentes, a saber, que Nick tiene una amante y que Amy sigue viva, el relato pasa a ser contado por Amy pero desde una supuesta realidad presente: la de la mujer engañada que ha fingido su desaparición, haciendo parecer que su marido la ha asesinado. Este relato sucede también en paralelo a la investigación, revelando cómo ha orquestado todos estos detalles para que la opinión pública y la policía queden convencidos de su culpabilidad, y sigue convenciéndonos del lado oscuro de Nick.

Me sentí muy feliz porque entendí que lo que Fincher (y en el mismo grado de responsabilidad que él la autora de la novela y guionista Gillian Flynn) es emular la voz de una mala escritora. El haber adoptado el estilo irritante de la supuesta voz “oficial” de Amy Dunne (destinada a la policía) me pareció brillante, y también muy valiente puesto que lo emplea en el momento crucial que es el inicio de una película, en el que la mayoría de los espectadores solemos hacer un temprano diagnóstico sobre si la película nos va a gustar o repeler. Lo que hace Fincher, con todas las consecuencias, es emplear una voz deliberadamente ajena y falsa, cursi y que provoca rechazo. La causa: la fidelidad a la estructura y esencia de la novela. En ese momento me reconcilié con la película y me metí más aún dentro de la narrativa de la Amy Dunne “real”. Simultáneamente, la película transita por el calvario mediático de Nick Dunne y muestra algo que yo pocas veces he visto: los recovecos, los tiempos muertos, lo que no se suele ver de la cobertura mediática en ese tipo de casos. La sonrisa fuera de campo, la estrategia, la voracidad de los reporteros, los espacios irreales que se crean antes de que la cámara grabe, generando espacios aún más irreales si cabe.

En su tercera fase, cuando ya sabemos que Amy es una loca peligrosa, se refugia en casa de un ex novio millonario al que utilizará para seguir desaparecida mientras la soga que ha echado al cuello de su marido sigue estrechándose. En este tiempo, Nick, gracias al apoyo de su hermana y un abogado estrella hecho a este tipo de casos, logra mejorar su imagen de cara a la policía y especialmente cuando aparece en un programa de televisión admitiendo haber sido infiel pero asegurando no ser un asesino, ganando la batalla emocional a la opinión pública que no solo le había condenado, sino que ya le había convertido en un asesino, un sociópata y en una persona que mantiene una relación incestuosa con su hermana. Amy, quien se siente encerrada por su ex novio, quien está tan obsesionado por ella como Amy por Nick. La prisión sentimental y física en que se convierte la mansión del ex novio, se suma a algo que le sucede al ver a su marido arrepintiéndose de su infidelidad en televisión: que se vuelve a enamorar de él, y ella también le ve bajo la nueva óptica que muestra la televisión. Olvida su ira, o recupera lo que sintió inicialmente por él, y viendo que ha perdido la batalla de arruinar a su marido a los ojos de la opinión pública, decide adaptar su juego a las nuevas circunstancias y de manera increíblemente cruel y fría se carga al que unos días antes se convirtiera en su salvador, su ex novio millonario. Adopta el relato de lo sucedido, y reaparece diciendo que su ex la había secuestrado y la tenía retenida contra su voluntad en su mansión. Regresa a casa cubierta de sangre y su atónito marido odia verla de nuevo, pero la prisión de la opinión pública les hace mostrarse como un matrimonio feliz. Es un final de cuento de hadas, para todos, menos para sus protagonistas.

En esta cuarta fase los dos protagonistas retoman la convivencia y sus relatos, por así decir, se unifican en una supuesta realidad que muestra su reconciliación y la condena que supone para Nick recuperar a su mujer, de la que ahora ya sabemos que es la auténtica psicópata de la pareja. La película lleva unos cuantos minutos convertida en una comedia negra, negrísima, y en este género acaba, tras una última pirueta formal. Muestra, casi al final, que Nick sí es violento, y que, como decían algunos medios especialmente sensacionalistas, sí mantiene una extraña relación con su hermana. Así se reconcilia el relato de Amy, que tenía algo de verdad, con la defensa de Nick, que tenía algo de mentira, como dos dibujos superpuestos en papel vegetal que acaban formando una imagen completa. Y me hizo recordar lo que dice Robert Evans en el estupendo documental The Kid stays in the pictures: “Hay tres versiones de cada historia: la tuya, la mía, y la verdad.”

Por supuesto, a estas alturas yo estaba un poco confusa sobre si me había gustado la película o no. Había varias cosas que no me convencían. Su ausencia de realismo, el hecho de que nunca llegues a creer realmente que Nick sea el asesino, -lo que le resta visceralidad al relato-, la sensación de que la policía solo le detiene cuando al director/la guionista le conviene (cuando se revela su adulterio, puesto que varios días antes la inspectora tenía el diario de Amy, la presencia de la sangre en el escenario, la supuesta arma homicida) y también todo lo que acontece tras el regreso de Amy, que a mí personalmente me parece grotesco, esperpéntico en el mal sentido, y que rompe bastante la magia de lo anterior, salvo cuando, como he comentado, contrasta verdades y mentiras en una extraña realidad que aúna las versiones de ambos. Pero la película me hizo pensar, algo que no me sucede con demasiada frecuencia e hice inventario, después de saber lo que no me había gustado, de lo que sí.

Me gusta el retrato del matrimonio convertido en una prisión difícil de sobrellevar, y que depende del entorno y de la capacidad adquisitiva para sobrevivir, negando toda la incondicionalidad de los votos matrimoniales. En sus inicios, el matrimonio de Amy y Nick es un fracaso emocional pero cuando llegan los problemas de verdad (el traslado de Nueva York a una ciudad de provincias, el paro de ambos…) se convierte en un fracaso funcional, donde ya no cabe el disimulo y de la frustración nacen conductas opuestas al amor: la infidelidad de Nick (lo convencional) y el plan por fingir su muerte a manos de su marido (lo extraordinario). Es el relato crítico de una sociedad que dice apoyarse en la familia pero que, en realidad, como se muestra, parece estar cimentada en una base mucho más materialista.

Me gusta su audacia para narrar desde la voz falsa de Amy, aún a sabiendas de que debe hacerlo de manera hortera y chirriante. Me gusta cómo va experimentando y cambiando de género con mucha valentía a medida que avanza el metraje. Empieza como una comedia romántica penosa, se convierte en una tv movie, en un ejercicio de film noir y acaba en una comedia negra/fábula moral, y todo lo hace con determinación y con todas las consecuencias. Y no solo me gusta por el riesgo, sino porque creo que estos cambios forman parte del mayor acierto de la película, y por lo más importante de todo: porque es una película sobre la manipulación que te manipula. Y lo hace con el contenido, con los personajes, incluso con el género, y eso me parece brillante.

Fincher manipula al espectador manipulando la película, en una especie de muñeca rusa que te deja (al menos, a mí) muy desconcertada, hasta que te pones a pensar por qué ha hecho lo que ha hecho (puede que sean otras las causas; esta es solamente mi interpretación.) El mensaje de Perdida, si es que hay un mensaje, es que la realidad es lo de menos, lo importante es lo que se diga o se acepte sobre ella. Y creo que todos podríamos estar de acuerdo en que, en esta época, con la multiplicación de pantallas, la fragmentación de la atención, la redes sociales continuamente ofreciendo personajes y no personas, continuamente vendiendo y distorsionando, vivimos en la era de la manipulación, en la que encontrar la verdad, o algo parecido a la verdad, es más difícil que nunca.

cj

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