Jon y Jorah, camino a encontrarse con los verdaderos villanos de la serie. (Fuente: HBO España)
La séptima temporada de Juego de Tronos ha sido la de los récords de la serie. Su audiencia no hace más que crecer conforme se aproxima más al final, y también se intensifica la conversación y el ruido a su alrededor. Las críticas la vigilan igualmente con lupa, y entre la gran velocidad que David Benioff y D.B. Weiss han imprimido a las tramas, y la progresiva mayor importancia de la amenaza de los Caminantes Blancos, han surgido las voces que afirman que Juego de Tronos ya no es lo que era.
Tener menos capítulos, despegarse por completo de los libros de George R.R. Martin (en la sexta temporada se quedaron sin material suyo publicado que seguir adaptando) y tener ya el cierre definitivo a la vista han provocado que la serie haya cambiado. O deberíamos decir que haya variado ligeramente sus prioridades.
Porque el gran reto incrustado en el ADN de la serie desde la primera escena de su primer capítulo es reconciliar su género (la fantasía épica) con su tratamiento del mismo, en el que da gran importancia a las maniobras por conseguir poder y a los aspectos más cotidianos de esa fantasía. Mientras los dragones eran pequeños y los Caminantes Blancos eran sólo un peligro distante, esa reconciliación era sencilla; como dice Tyrion en la segunda temporada, cuando la flota de Stannis Baratheon se aproxima a Desembarco del Rey y, al mismo tiempo, Varys le informa de que Daenerys está moviéndose por la Bahía de los Esclavos con sus dragones, el entonces Mano del Rey apunta que se ocupará del problema más apremiante primero. Ése es el menos fantástico, el asalto de Stannis.
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El disimulo del género, la distracción de los elementos fantásticos a través de intrigas palaciegas, sexo y violencia explícitos servía para atraer a los espectadores más aficionados a House of Cards que a El Señor de los Anillos, además de para diferenciarse de otras obras fantásticas, pero no ocultaban el centro de toda la historia.
Su hoja de ruta se encaminaba a la demostración de que la magia sí existía en Poniente, de que todas las rencillas entre familias y las guerras por tierras o directamente por el trono eran nimiedades comparadas con la gran amenaza que se cernía sobre todos ellos. En el horizonte de la serie nunca estuvo dirimir quién terminaba sentado en el Trono de Hierro, sino si los Caminantes Blancos arrasarían la tierra de los hombres o si éstos conseguirían sobrevivir al invierno.
Juego de Tronos ha ido quitándose capas muy poco a poco, en el strip-tease más largo de la televisión, hasta exponer su piel de alumna de Tolkien aficionada, al mismo tiempo, a las puñaladas traperas de la historia medieval inglesa. Una cosa no es incompatible con la otra. Los misteriosos y sanguinarios entes que se presentaban en el prólogo del capítulo piloto tienen que entrar en juego antes del último, del mismo modo que el lema-advertencia de la Casa Stark tenía que acabar convirtiéndose en realidad. Y de ese modo, los juegos de poder van dejando paso a los planes por la supervivencia.
Ser Waymar Royce ya se topa con los Caminantes Blancos en el prólogo del piloto. (Fuente: HBO)
El desafío es que esa evolución no se vea como un salto del tiburón, como un cambio radical inesperado. Que los espectadores no crean estar viendo dos series diferentes, una con Cersei anclada en las maniobras políticas de antaño, y otra con Jon y Daenerys encaminados hacia un Monte del Destino cubierto por la nieve. Y que los pasos dados en una dirección no invaliden todo lo que hemos visto hasta ahora. Las guerras de reyes no han sido intrascendentes, sino que nos han enseñado cómo funciona Poniente, qué reglas rigen los destinos de sus habitantes y si éstos están preparados para la gran prueba que se cierne sobre ellos.
El lobo solitario muere y la manada sobrevive. El axioma de Ned Stark, repetido por sus hijas, es el nuevo “en el juego de tronos, o ganas o mueres” que impulsaba la serie al principio. Ésta siempre ha estado contando historias de supervivientes, de gente que consigue superar las situaciones más difíciles imaginables y logra encontrar el camino para mantenerse con vida y, de paso, mejorar sus circunstancias.
Las intrigas por el poder y la fantasía más tradicional son las dos progenitoras de Juego de Tronos, los dos faros que han marcado su camino. Unas sirvieron para lanzar la serie y presentar a los personajes, para dejarnos claro qué tipo de personas iban a tener las herramientas necesarias para llegar a la Gran Guerra final. La otra es el motor de su cierre, la cara que sólo se había visto tímidamente hasta la séptima temporada y que ahora debe dar un paso al frente y dirigir la carrera hacia la meta.