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Si Ryan Murphy matara a Franco: la gran mentira sobre ‘Hollywood’

La película que desarrollan los protagonistas es el significante más obvio de la empresa de Murphy. (Fuente: Netflix)

Si podemos, debemos o sabemos desconfiar de las imágenes es una deliberación que no envejece. Los agentes académicos, periodísticos y vernáculos contribuyen a la producción discursiva en torno al asunto casi incesantemente y, con ello, quizá a causa de la propia cacofonía resultante, cada vez se antoja más fácil tomar posiciones en torno al debate, y más difícil fundarlas. Hollywood, la ucronía que Ryan Murphy entregó a Netflix como primer fruto enteramente original de su acuerdo millonario, ha encendido de nuevo la conversación en estos términos, y no son pocos los matices.

En su última serie, condensada en siete luminosos episodios, el creador de Glee, Feud, American Horror Story y otras tantas rebobina la cinta de la historia para colocar a los colectivos oprimidos del Hollywood de los años 40 en los lugares que les hubieran correspondido por justicia y por talento, y que rara vez, o nunca, ocuparon. Su relato de superación enfocado desde el optimismo ha sido bastante criticado, como si anduviera con ruedines, por valerse de la irrealidad para ajustar cuentas con las desigualdades de una época ya pasada. El argumento se las trae, y conceptos como real, irreal, falso o verdadero se han explorado ya en su trasposición al medio audiovisual con una finura que conviene recordar.

La reparación de las afrentas no responde a más órdenes que las de la justicia y el albur, y ambos actúan a posteriori. La jugada de Murphy, esto es, viajar en el tiempo para trastocar desde la ficción lo inalterable, la hemos visto otras muchas veces, y algunas de ellas nos han dejado pistas y lecciones que permiten decodificar casos como el de Hollywood de formas más complejas y menos polarizadas. No hace mucho y de forma más particular, la Amazing Stories de Apple TV+ hizo viajar en el tiempo a su protagonista femenina para que disfrutara en el presente de la libertad que ansiaba en el siglo XIX. Y cabe recordar cómo unos escocidos Javis regalaron a Macarena García, en Paquita Salas, el Goya por La llamada que nunca recibió.

Quizá el ejemplo más reciente sea también el que mejor ilustra las complicaciones filosóficas, y no tanto morales, de apretarle las tuercas al pasado. En el primer episodio de la cuarta temporada de El Ministerio del Tiempo, la anti-ucronía por antonomasia, Javier Olivares y su equipo plantearon con mucho tino un debate capaz de sacar de sus casillas al español más cabal: si deberíamos o no viajar al pasado para matar a Franco y ahorrar al país cuarenta años de ignominia nacionalcatólica. Aunque resuelta a golpe de punchlines sardónicos, la cuestión esbozada desplegó en la serie una extensa sábana de implicaciones, tanto en lo referente a la memoria como en los efectos de su representación en pantalla.

El de matar al dictador es un dilema que se pronuncia casi como una frase hecha (matar al padre es a quemar puentes como hacer lo propio con Franco es a erigir otros más bonitos). La villanía absoluta de su figura en la cultura popular, cada vez más cerca del dibujo animado que del personaje real, parece justificar parches como los aplicados por Murphy. Las convenciones narrativas impulsadas por el mismísimo Código Hays, en vigor durante los años que Murphy repasa con su rotulador, nos enseñaron que los malvados deben sufrir llegado el final del cuento para que el crimen no quede impune. La desazón que provoca ver al villano fenecer en un lecho de rosas ,y no con la cabeza en una pica, está en la genética de nuestra comprensión lectora, y la estrategia de Hollywood tiene ahí su raigambre.

Que Murphy arme su serie desde un arranque vehemente y no desde la posición cerebral de sus producciones más distinguidas no significa que sea inconsciente. Cuando se señala su revisión de la historia como un error, a menudo se alude a que es simple o inocente; que a Murphy se le ha ido la mano, como si algún impulso profundo le hubiera arrebatado el control de sus decisiones creativas. Tratándose del rey del camp contemporáneo, cuesta pensar que su obra no sea autoconsciente. Hollywood está minada de momentos que invitan a deducir que hay alguien a los mandos que sabe perfectamente qué está pensando el espectador.

Es cierto que hay gazapos. Los periodistas Javier Zurro y Juan Sanguino destacaban en Twitter, por ejemplo, que las figuras apolíneas de los protagonistas deslustran el ansia del showrunner por ofrecer a los perdedores de la historia una venganza. No obstante, el argumento de que este es un teatrillo reparador para ciertos tipos de personas pero no para todos (el de Murphy es el Hollywood de los negros, los gays y las mujeres, pero no de los gordos, calvos, trans…), que comparto de corazón, no es pertinente en cuanto remite a un cierto desvío de la corrección en la elaboración de la farsa, pero no al cuestionamiento de la propia farsa. Reprochar a Murphy el mero hecho de edificar esta aberración temporal y debatir al tiempo quiénes deberían habitarla son líneas de pensamiento que, a priori, no se cruzan.

Aunque Meg, la película rompedora en términos de visibilidad que los protagonistas pelean por sacar adelante mientras dura la temporada, es un significante obvio para la propia empresa de Murphy, hay otras claves presentes. Llegado el final del relato, el personaje de Rock deja claro a Henry, el maquiavélico agente que abusó de él, que hay cosas que simplemente no se pueden perdonar. Que el pasado no puede cambiarse, por muchas sonrisas que forcemos. Es otro de los personajes involucrados en Meg, Archie, el que señala al final de la serie que “hay que escribir de lo que conoces”. La ironía, visto que Murphy ha querido dar cuenta con esta serie de las luchas de más minorías de las que le atañen, es evidente.

El glosario para decodificar la serie de Murphy desde lo que es, y no desde lo que nos provoca, puede esconderse en la última conversación que mantienen a solas Ellen Kincaid, la segunda de a bordo del estudio, y Ernie West, que regenta el prostíbulo del que sale la mitad de la plantilla de Meg. Después de conocer el fatal destino del segundo, la mujer confiesa, desolada, que no hace falta hablar de eso en ese preciso momento. Refugiarse no es una decisión más cobarde que lícita, y tiene que ver con una cierta defensa (desarrollada ampliamente por Pedro Vallín en ¡Me cago en Godard!) de la evasión y el disfrute, frente a la idea de que de ir al cine a darse latigazos uno sale mejor persona. El último capítulo, criticado por su blandura, se llama precisamente Un final hollywoodiense. Esta miel es de todo menos inocente.

Eximir de la culpa que se ha lanzado sobre Murphy pasaría por quitarle el mérito. Si uno no es mesías, no lo crucifican. El autor de The Politician no ha sido ni el primero ni el más extremo en coquetear con la posverdad en su producción audiovisual: quizá sea Quentin Tarantino el más reciente legatario de ese galón. Su trayectoria hacia el berrinche temporal, que tuvo un pico en Malditos bastardos y su registro goloso de un Hitler agujereado por las balas de dos aliados, alcanzó su cénit con Érase una vez en… Hollywood, que salvaba la vida a Sharon Tate y dedicaba a sus atacantes las escenas de violencia más grotescas e incómodas de toda la filmografía del director.

Dylan McDermott es Ernest West. (Fuente: Netflix)

Las diferencias en las maniobras de Tarantino y Murphy, cuyas gramáticas tienen más en común de lo aparente, son también interesantes en pos de una radiografía verdaderamente exhaustiva del problema de la veracidad de la imagen. Las posiciones antitéticas de la amabilidad supuestamente ingenua y la violencia revanchista son un claro distingo en sus esfuerzos de reescritura: un palimpsesto grabado a golpe de sonrisa, y no de mamporro, es un palimpsesto mejor.

A propósito del estreno de la película de Tarantino el pasado verano, el profesor José Enrique Monterde publicó en la revista Caimán. Cuadernos de Cine un ensayo en el que se postulaban cinco tipos de juicios que disiparan la niebla en torno a la verdad en el cine: lógico, ontológico, epistemológico, ético y estético. El juicio ético o político atiende ciertamente a cuestiones sociales como las que aborda Murphy, pero no desde la naturaleza cinematográfica (televisiva, para el caso). En el frente de lo estético, el realismo es un criterio de orden artístico y no moral. El estilo y la falsedad tienen, en suma, poco que ver.

Monterde se pregunta también por la posibilidad de una veracidad epistemológica, relativa a lo que podemos aprender de un visionado. “Tan positiva es la respuesta como cinematográficamente irrelevante”, señala, “pues esa ‘correspondencia con los hechos’, […] no depende del propio film cuanto de la comprobación externa basada en conocimientos del espectador-juez”. La identificación y constatación de lo dudoso caen del lado del espectador. Murphy no tiene obligación de decir la verdad ni poder para cambiarla. De este cometido se desprendió hace muy pocos años otro medio, la música rap, para dejar paso a diferentes paisajes conceptuales (erigidos a menudo sobre la autoficción), corporeidades y formas de performar el género. Los conciertos son conciertos, y no misas.

De qué sirve la farsa

La mentira, concebida desde ángulos incontables, no es nueva en el audiovisual, aunque resulte especialmente evidente en tiempos de una posmodernidad entendida también como la fascinación por los imposibles. Monterde atribuye la correosa posverdad del medio a su decantación por el soporte digital y la disolución de la forma fílmica en el conjunto del audiovisual. “El poscine, de entrada, pone en crisis la verdad ontológica del registro fílmico, la única verdad propia y genética del hecho cinematográfico, por lo que se inscribe decididamente en la noción de posverdad de una forma estructural y no derivada”.

La pamema y el trampantojo, sin embargo, llevan cogidas de la mano del cine desde que la misma práctica de la puesta en escena provocase que el modo retórico más ligado a la verdad, el documental, naciera directamente en crisis. No más lejos del simulacro se encuentra el medio televisivo que nos ocupa, cuya oferta en sus primeros años en España estuvo enorme y significativamente marcada por bloques de representaciones teatrales recogidas en cámara.

Disputar la rectitud moral de una práctica como la de Murphy supone remar contra la corriente de la imagen digital contemporánea. Lo realmente crucial, seguramente, sea dilucidar a qué propósito sirve la farsa de Murphy. Preguntarse qué bien nos hace una ficción así es más que pertinente, pero pretender que se comporte como un archivo algo que en verdad no lo es resulta estéril. Sus caracteres inventados no responden a estereotipos historicistas, y se asume elocuentemente (en el cambio de Peg a Meg) que no pueden comportarse como tales. Que Hollywood sirva para señalar que se encumbra con la misma ligereza con la que se condena. El debate libre y contrastado será la única vía para alejarse del galimatías.

‘Hollywood’ está disponible completa bajo demanda en Netflix.

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