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Aquella era una noche cualquiera de mi cuarto año de carrera. Llevaba veinte minutos enganchada en La 2 a una película de la que había oído hablar mucho, pero no había visto hasta entonces. Mi compañera de piso me encontró absorta frente a la pantalla.
– ¿Qué tal está la peli?
– Es buenísima.
– ¿De qué va?
– No tengo ni idea.
La peli era Sospechosos habituales (1995), de Bryan Singer. Una historia que jugaba con los códigos del noir, personajes fascinantes, ambientes perturbadores y un argumento tan sencillo que parece rebuscadísimo, coronado con un fantástico golpe de efecto final. La trama es una broma en sí misma, una ironía sobre lo que debe ser la narración de género. Verbal Kint nunca podría contarle la aventura al agente Kujan de forma ordenada ya que la película no tendría interés. Porque, ¿qué cuenta Sospechosos habituales? Cómo un grupo de rateros se juntan para dar un palo. Pero, gracias a la tarabilla de Kevin Spacey, los hechos se convierten en una gran gesta del mítico criminal Keyser Soze.
True Detective ha sido la serie estrella de la midseason de 2014. Ha conquistado a todos con esa contundencia insolente tan propia del género negro. No me entendáis mal, a mí me parece que es un serión, pero es que el noir, cuando está bien hecho, tiene una suerte de parapeto impermeable a la crítica. Exhibe tanto carisma y tal estilazo que nadie osa ponerle peros. Hay mucho de impostura en True Detective, en la trama y en la forma en la que la vemos y la disfrutamos. También, como en la peli de Singer, los protagonistas desbrozan sus recuerdos en un interrogatorio a base de medias verdades. Y también, los espectadores somos incapaces de resistirnos al atractivo del paquete completo y reconocer que lo que nos más nos gusta es artificio.
Después de la emisión del último episodio de True Detective, el comentario más repetido fue: “¿y para esto tanto follón?” Al parecer, todos estábamos esperando un truco de birlibirloque final, un giro que nos dejara en el asiento, un momento Kobayashi que hiciera encajar todas las piezas. No lo hubo y no pocos se lanzaron a protestar. Lo gracioso es que a muchos de los que acusaban al autor, Nic Pizzolatto, de haberles tangado, les faltaban adjetivos un mes antes para loar uno de los mayores meandros innecesarios que jamás se hayan visto. Seamos claros: el famoso plano secuencia de diez minutos que marca la cesura de True Detective es la nada argumental. Mola un montón, pero está vacío y carece de propósito en la trama. Claro que el qué es casi siempre difuso en narraciones de este tipo.
Te puede gustar más o menos, pero la de Pizzolatto cumple con la parafernalia clásica, con el canon de pieza de noir tradicional y machirula, aunque el resultado sea un híbrido de referencias múltiples. Martin Hart y Rust Cole, el hipócrita conservador y el inestable idealista, son un reverso putrefacto de Murtaugh y Riggs -pareja de buddies paradigmáticade los ochenta-, unidos a su pesar en una investigación enredadera que crece, se lía y desarrolla ramas sin control: unas trazan el camino hasta la raíz y la mayoría sólo enmarañan. Ocurre con el noir que siempre tienes la sensación de que los personajes manejan más información que tú. Vi algunos clásicos del cine negro de John Huston siendo una niña, como El halcón maltés (1941) o Cayo largo (1948) y me lo pasé pipa, pero no me enteré de nada. Luego los revisé de mayor, varias veces, muchas veces, y siempre tenía la sensación de que, como en una reunión incómoda, todos hablaban de cosas que yo ignoraba. Para evitar coger complejo de tonto, conviene recordar la anécdota de El sueño eterno (1946), ésa en la que Howard Hawks y William Faulkner, a la sazón, director y guionista del clásico de la Warner, se volvieron locos tratando de armar la trama de la novela de Raymond Chandler. Incapaces de averiguar si el chófer se había suicidado o había sido asesinado, llamaron al escritor por teléfono. “Y yo qué sé”, fue la respuesta del autor. Si asumimos que los argumentos del noir son incomprensibles incluso para quienes los crean, nos será mucho más fácil relajarnos y disfrutar. Alguien muere, ¿cómo?; ¿Por qué todo el mundo se ha obsesionado a la vez con una estatua tan fea?; ¿Qué narices pintaba el Yellow king en todo esto? ¿Nada? Qué más da. Es tan divertido.
Sin ser yo una experta en la materia, entiendo que la narración del género negro se compone de digresiones y se adorna con elementos superfluos que la hacen irresistible, como una rubia casada que lleva una tobillera de plata con la que no deberías liarte, pero que, irremisiblemente, te hará perder la cabeza. También son ornamentales las frases pretenciosas (“Este lugar es como el recuerdo que alguien tuvo de una ciudad y el recuerdo se está desvaneciendo”) y las finas ironías (“Eres el Michael Jordan de los hijos de puta”) porque, en este universo, las sentencias rimbombantes no sirven como rasgo definitorio de un personaje. Una dependienta o un mayordomo que pasaba por allí son igual de agudos que el protagonista. El lenguaje es incisivo, socarrón y procaz, con dejes de ordinariez y algún taco displicente: que se note que, al fin y al cabo, la cosa va de tipos duros.
Los ochenta son nuestros
Nada sutil en su rudeza era el personaje que, he de confesar, comparte con Philip Marlowe y Sam Spade el espacio de mis recuerdos infantiles dedicado a los hombres de sombrero calado, cigarrillo en la comisura de los labios y testosterona a borbotones. El Mike Hammer de la tele era un detective que tenía un despacho con venecianas y vivía en un Nueva York donde siempre sonaba música de saxo. La serie era un procedimental muy vulgar que permaneció durante cuatro años en la CBS tirando del carisma de Stacy Keach, uno de tantos actores que han alternado en su carrera obras maestras con basuras absolutas. Estamos de acuerdo, Mike Hammer es una referencia menor, pero en mi cabeza es el primer recuerdo que tengo del noir en televisión. Ni réplicas ingeniosas, ni argumentos retorcidos. La acción de esta serie transcurría en los años ochenta, pero el protagonista se empeñaba en pasearse por la quinta avenida disfrazado de Humprey Bogart. Mike Hammer dejó de emitirse definitivamente en 1987 (aunque resucitaría a finales de los noventa). Le sobrevivieron en la competencia dos herederas del género: En la ABC se mantuvo Spenser, for hire, protagonizada por un mocetón católico, monógamo y de Boston que, al menos, iba vestido de paisano, y la NBC se quedó con la interesante Crime story, ambientada con mucho más criterio en el Chicago de los años 60, y en la que Denis Farina interpretaba a un agente de la ley mucho más cabal que los otros dos mastuerzos e, irónicamente, menos machista. No es que las féminas tuvieran papeles destacados en Crime story. En realidad, y con las restricciones propias de la televisión en abierto, tenía un patrón similar al de True Detective, donde las mujeres se catalogan en las hijas, las putas y las hijas de puta. Como dice Emily Nussbaum -la crítica de The New Yorker es una de las pocas personas en este mundo a las que no le ha gustado la serie de Pizzolatto-, gran parte del foco de interés del segundo episodio recae en las tetas bamboleantes de la amante de Marty Hart. No es ningún secreto que el noir ha sido siempre un club de chicos. Dudo que nadie se tomara en serio como obra de género una pieza protagonizada por una tía hasta que llegaron los Cohen y le calaron el gorro de pelete ruso a Frances McDormand en Fargo (1996). Las mujeres detectives han dado mucho juego en la tele, sí, pero eran cosas de niñatas (The Hardy Boys / Nancy Drew Mysteries), de marujas (Cagney & Lacey) o de jubiladas aburridas (Se ha escrito un crimen). Aunque hubo quien, con mucha guasa y bastante estilo, se atrevió a mezclar los elementos.
Años antes de que Lisbeth Salander demostrara que los tenía mejor puestos que cualquiera, una mucho más amable y mejor peinada Laura Holt ya se batía el cobre tratando de meter cabeza en un mundo de hombres. Como Mike Hammer, a ella también le gustaba lucir el Fedora sobre el cardado; ay, ese look retro de trenchcoat y pantalón de traje sobre el menudo cuerpecillo de Stephanie Zimbalist, una mujer a la que yo miraba con arrobo porque no sólo tenía negocio propio, sino también un pibón del calibre de Pierce Brosnan asalariado y suspirando por su discreta persona. Remington Steele era un hombre florero cuyas únicas habilidades incluían los robos a gran escala, un conocimiento enciclopédico del cine -tenía cinco pasaportes falsos, todos con nombres de personajes de películas interpretados por Bogart- y ese aplomo que daba por supuesto que sería un amante superdotado. Esta fantasía es igual de superficial, aunque mucho más casta, que las bimbos de culo perfecto que se tiran voluntariosamenteal cuello de Marty Hart. Corresponde, eso sí, a otro tipo de imaginería apta para niñas de provincias cinéfilas. Steele, en su condición de mantenido, era un poco fulana y cumplía su función de elemento decorativo con gracia en esta curiosa fusión del clásico de detectives con la comedia romántica. Para encontrar otro ejemplo invertido de los estereotipos del noir, la mujer fatal (o sea, el hombre fatal) he de saltar veinte años hacia el futuro y hablar de una serie mucho más adulta que tenía como personaje central una detective adolescente. Sí, suena ridículo, lo sé. Y ella también lo sabe, porque Veronica Mars es bastante más lista que usted y que yo.
La más lista del instituto.
Cuando Logan Echolls entra en la agencia de investigaciones Mars por primera vez, menospreciando la decoración barata y haciendo sutiles insinuaciones sexuales, una se da cuenta de que las raíces de este personaje no hay que buscarlas en el Dylan McKay de Sensación de vivir, sino en la Vivian Rutledge de El sueño eterno: el mordaz niño pijo, más atractivo que guapo, vástago de un millonario con una hermana frivolona y cabraloca. Logan, como Vivian, no termina de ser fatal del todo, no son la cabrona de Phyllis Dietrichson, pero queriendo o no, son la perdición del personaje central, quien les incita a meterse en líos. Juntos son alquimia, saltan chispas, y el protagonista vive en la duda perenne de si ama a su aliado o a su peor enemigo.
Veronica Mars, una de las series mejor escritas de los últimos tiempos, se tomó muy en serio el homenaje al género. La voz en off, la oficina en penumbra con muebles de cuero, el membrete en la puerta y cristales tintados, las réplicas afiladas… Y creó un personaje genuino, carismático a rabiar, una chica preciosa que gozaba exhibiendo su intelecto. En el microcosmos del Neptune High, Veronica es tan lobo solitario como Rusty Cohle, una paria, una outsider, una cínica que ya está de vuelta de otra vida que tuvo hace mucho (todo es relativo) tiempo y que la dejó marcada: la madre alcohólica que la abandonó, el truculento asesinato de su mejor amiga, el desprecio de un chico no demasiado listo que le rompió el corazón y la humillación de su entorno. Ella se convirtió en una tipa dura y desconfiada cuya mayor motivación es resolver casos. Es una workaholic, como también lo es la Sarah Linden de The Killing. Pero, mientras Veronica de vez en cuando echa mano de lo irresistible y monísma que es para sacar información, Sarah tiene los espejos en casa para lucir los marcos.
Mujer y detective en la vida
Desde el norte de Europa ha llegado tal avalancha de títulos de género en los últimos años que han adquirido su propia denominación de origen. El nordic noir da para otro artículo, así que lo dejaremos aparcado y nos centraremos en la más famosa de las adaptaciones yanquis.
The Killing es la serie donde el profesor de universidad y novelista Nic Pizzolatto se baqueteó como guionista antes de recibir el encargo de HBO de escribir (entera y sin respaldo de una writers’ room) la primera temporada de True Detective. Es curioso cómo estas series plantean dos universos tan distintos que resulta inconcebible imaginar a Sarah Linden, la policía protagonista de The Killing, apareciendo en la comisaría de True Detective. Según los prejuicios de los de Louisiana, la desaliñada detective Linden sólo podría ser, probablemente, asesina o lesbiana… o ambas cosas. The Killing propone un nuevo estereotipo transfigurado, la traducción postfeminista y postmoderna del hombre de la gabardina. Sarah Linden lleva chubasquero en un Seattle donde llueve y está oscuro todo el año, masca chicles de nicotina para controlar las ganas de fumar y no, no lleva sombrero. Es más, se recoge el pelo de cualquier manera para que no le moleste demasiado. Todo lo estético parece secundario para ella, se viste con jerséis de lana gordos y nunca lleva maquillaje. No es una mojigata, se nota que está de vuelta ya, pero tampoco va de picaflor; es una madre divorciada que se ha buscado un novio convencional para tener asegurado un rol paterno permanente para su hijo preadolescente y un refregón de vez en cuando para ella. Está obsesionada por su trabajo y, al contrario que la deliciosa Marge Gunderson, no es capaz de conciliar la vida laboral y la personal y aislarse de la maldad que le rodea. Linden, como tantas otras madres, está frustrada porque no da abasto, pero, sobre todo, porque una y otra vez antepone su trabajo a su hijo. La perversidad de los criminales que persigue la enajena. El caso del asesinato de la joven Rosie Larsen se le mete hasta el tuétano; como a Rust Cohle, le va la vida en ello. De hecho, al igual que él, es independiente, autosuficiente, alérgica al gregarismo y, más que cínica, Linden es directamente antipática.
Nada que ver con el pizpireto Dale Cooper, detective al cargo de otro asesinato ocurrido veinte años antes y que era el misterio central -bueno, al menos, lo fue durante un tiempo- de una serie que The Killing homenajeó sin complejos.
“Diane: 11. 30 AM, February 24. Entering the town of Twin Peaks”
A pesar del traje, del trench, del tupé y del mentón desafiante, el agente Cooper, el encargado de averiguar quién de entre los habitantes de Twin Peaks mató a Laura Palmer, supuso una ruptura total con el prototipo de detective clásico. El risueño, afable y dulce investigador, adalid de la causa del Tíbet y que disfrutaba como un niño delante de un buen trozo de pastel, trataba a todas las mujeres con una educación exquisita sin importarle que fueran más o menos golfas, más o menos raras, estuviesen vivas o muertas. Cooper estaba muy lejos de la displicencia bogartiana, y sólo emulaba a Sam Spade cuando olía las tarjetas de visita para identificar el perfume femenino. Más allá de su protagonista, la combinación lisérgica de los elementos del noir que David Lynch llevó a cabo en Twin Peaks (los secretos, los diálogos desconcertantes, los personajes perturbadores, los símbolos vacíos de contenido y el asesinato como telón de fondo), la serie emitida en 1990 cambió las reglas, es uno de los grandes hitos de la historia de la ficción y, como bien destacan en el artículo ‘True Detective’, Obsessive-Compulsive Noir, and ‘Twin Peaks’ de The Daily Beast, la pieza a la que más debe True Detective.
En esto tiempos en que se repite una y otra vez de forma cansina lo de que la tele es el nuevo cine y que las mejores películas ahora son las series (como si la televisión necesitara de esa comparación para adquirir estatus de obra mayor), está bien acordarnos de que David Lych, uno de los pocos autores legítimos de los últimos cincuenta años -y lo dice una que no es, precisamente, admiradora incondicional-, se puso el mundo por montera y deconstruyó un género clásico del cine para la televisión. Hizo Twin Peaks aceptando las reglas de la producción de la televisión en abierto: con una cohorte de escritores y directores vicarios y compartiendo la paternidad de su producto con el guionista Mark Frost -que tenía el culo pelado de escribirse capítulos en Canción triste de Hill Street– y sigue siendo, a día de hoy, una de sus creaciones más representativas y personales.
HBO ha optado por reforzar la idea de autor al estilo cinematográfico con True Detective, con un solo director, Cary Fukunaga -responsable de la última Jane Eyre (2011), la de Wasikowska y Fassbender- y un solo guionista, el ya mencionado Nic Pizzolatto. Mantiene, eso sí, la máxima impepinable de la ficción televisiva contemporánea y quien manda aquí es el que escribe (o sea, Pizzolatto), aunque sea el más bisoño de todos. El hecho de que cada entrega tenga formato de antología (esto es, piezas de pocos capítulos, con tramas cerradas, personajes, entornos e historias distintas en cada entrega) podría inducir a pensar que las temporadas también serían distintas en el tono, pero los autores son los mismos, así que no creo que vayamos a encontrar muchas variaciones sobre el tema. Tenemos noir noir para rato.