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Y entonces, llegó la tele

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Creo que eran las navidades del 64 (o quizás del 65, no recuerdo bien) y por fin ese artefacto maravilloso, esa caja mágica, iba a recalar ni más ni menos que en mi propia casa. Era un electrodoméstico caro, muy caro, para las economías de la clase media. De hecho, aún no sé cómo lo consiguió mi padre, especialmente porque la jefa de economía y contabilidad del hogar Navas era en realidad mi madre. Me imagino que al bajar un poco el precio (he leído con posterioridad que se les eximió del impuesto de lujo) y al conseguir pagar a plazos en un establecimiento propiedad de un compañero de trabajo que tenía pluriempleo (sin letras, con la palabra de hombre bastaba), se hizo posible la compra soñada.

Tendríamos uno en exclusividad para nosotros, aunque recuerdo que algunos acontecimientos importantes los compartimos ante él con compañeros de trabajo: esto es, los partidos de fútbol de la selección española (entonces no se podía decir La Roja) o especialmente del Madrid, club no ya de preferencia, sino de exclusividad de mi padre . Ocasionalmente, con algunos vecinos vimos alguna película (española y folklórica, por supuesto) y, aunque me gustaría decir que sí, no había demasiado interés en la comunidad en ver alguna obra de teatro del mítico Estudio 1 . También yo invité a algunos compañeros del colegio para ver series de dibujos animados, como D. Gato, Hipo, Bugs Bunny y algunas series de Hanna Barbera… Todas aquellas imágenes se colaron en mi casa y su visión constituyó el premio y la recompensa a los deberes bien hechos y a los sobresalientes que me ponían en las notas (entonces se ponían hasta para los alumnos de primaria).

Porque una característica muy importante de nuestro querido aparato en sus comienzos en España, fue actuar como imán y foco de atracción para grupos de personas. Era como fogata de campamento ante la que reunirse y escuchar historias de hazañas deportivas, taurinas, musicales, del lejano Oeste o crónicas cercanas a mi pueblo, con detectives americanos o con filósofos de saber popular como el Séneca cordobés, con películas extranjeras o con teatro español. Comenzaron a inaugurarse en todo el país los teleclubs, sustituyendo o complementando las partidas de dominó y naipes de los casinos de los pueblos, desarrollando algunas tareas culturales y ejerciendo en algunos casos como Casas del Pueblo (algo innombrable en aquellos tiempos).

El aparato en sí lo había visto en algunas películas o en algunas fotografías de revistas, pero me parecía algo muy, muy lejano. Un artilugio fantástico exclusivamente norteamericano, algo tan yanqui como la mantequilla de cacahuete que veía devorar a grandes y pequeños con deleite en las películas. Su aspecto de mueble kitsch, similar al pick-up, me parecía idóneo para formar parte del hogar de planta baja y garaje, de calles sin aceras, de mamás en casa, de cocina con multitud de cacharros tecnológicos que Regreso al Futuro tan bien enseñó y que tan extraño a nuestra sociedad me parecía.

Fue en el NODO, sin duda, donde vi las primeras aglomeraciones ante las tiendas que los ofrecían aquí en España. Por supuesto, eran imágenes grabadas en tiendas de Madrid y Barcelona, donde su potente atracción hacía que, pegados al cristal, decenas de viandantes se pararan a ver algún minuto de fútbol o de toros (después he leído que también para ver una boda real, o un desfile militar, aunque sinceramente lo dudo mucho). Creo que, al margen de lo que he apuntado de los teleclubs en los pueblos, sólo esos dos espectáculos eran capaces (y lo son todavía hoy), de congregar a su alrededor a tantas personas. Hoy en día aunque tengamos dos o tres aparatos en casa, ¿no preferimos bajar a ver el partido al bar con los amigos (o con los enemigos en territorio hostil)? Pero… ¿lo hacemos con una película o con una serie?

En Alicante, en mi barrio de Benalúa, sí recuerdo que muchas, muchas personas acudieron a ver por primera vez un televisor en funcionamiento en, como es lógico, el bar más popular (que aún hoy existe, aunque transformado en bodega-licorería de postín). Recuerdo el aluvión incesante y renovado de gente que miraba asombrado mientras daba cuenta de la caña (yo de una Fanta) constituyendo durante bastante tiempo una clientela extra que sin duda compensó rápidamente el gasto ocasionado al hostelero. Muy pronto, otros colegas de profesión se dieron cuenta de las ventajas económicas que suponía el invento y se aplicaron rápidamente a la instalación de los aparatos; se establecieron en el contorno cercano a mi domicilio varios bares con un cierto grado de especialización y siempre para acudir en compañía (yo, donde me llevaba mi padre): Aquí para los toros, allí para el partido de fútbol de los domingos por la tarde (por eso luego lo publicitó tanto el Plus cuando lo resucitó: “Me gusta el fútbol, los domigos por la tarde es la mayor…”) y, en otro sitio que para mí era especialmente deseado, los lunes tarde a ver los resúmenes de los goles de la jornada (raramente todos, porque siempre el avión o el tren había fallado para alguno) emitidos por el abuelo de Estudio Estadio, del que no recuerdo su nombre.

El aparato de televisión constaba de tres piezas: la TV propiamente dicho con su pantalla de tubo, la antena de cuernos y el estabilizador. Bueno, debería añadir una cuarta que, aun no siendo esencial, enseguida adquirió importancia como elemento distintivo de categoría social: el mueble o la mesita de televisor.

Empezaré por hablar del televisor en sí. Realmente, las marcas de aparatos eran muy pocas: Kastell, Emerson, Vanguard, Elbe (cito las que han desaparecido), y los modelos dentro de cada marca eran tan pocos que, en realidad, todos los aparatos eran muy similares. Ahora mismo, si cierro los ojos, puedo ver el Kastell que recogimos de una tienda de electrodomésticos (que yo creo que sirvió de modelo a la de Tinín en Cuéntame) y sus más que apetecibles encantos: gran pantalla, sonido envolvente, sintonizador (elemento de lujo, porque sólo funcionaba una cadena), encendido rápido (eso sí, levantándose del sofá, porque la existencia del mando a distancia sólo aparecía en alguna narración de ciencia ficción y ni siquiera pensábamos que podría aparecer un día en nuestro hogar)… Todos esos elementos eran comunes fuera cual fuera la marca y el modelo. Tardaba un poco (casi un minuto) en encenderse, pero tenías todo el tiempo del mundo para esperar. Era en blanco y negro (lo clásico es siempre en blanco y negro) aunque, eso sí, ya leía por entonces que se estaba experimentando con el color y, más pronto que tarde, nos aguardaba otra sorpresa y la televisión se abriría, como lo hizo el cine, al espectáculo de las cosas como las ve el ojo humano. Al menos, eso sí, la TV había empezado directamente con sonido.

Vayamos con el estabilizador, aparatucho feo con ganas, elemento imprescindible imagino que debido a la muy irregular tensión eléctrica suministrada a los hogares (para que veáis que los pleitos de la clase media con las compañías eléctricas ya nos vienen de antiguo) que sin él resultaría letal para las válvulas y diodos interiores debido a los vaivenes del voltaje. Es curioso sin embargo observar que fue receptáculo de multitud de modelos de mantelitos de ganchillo, o imitaciones de plástico, que intentaron paliar esa fealdad intrínseca ornando sus paredes o al menos, la parte superior e inferior del mismo. Eso sí, tenía la buena costumbre de señalar el final próximo de su trabajo haciendo aparecer un ruidito o silbido persistente que se iba incrementando con el transcurso del tiempo de funcionamiento hasta que, tras ocultar el sonido de la TV y romper los nervios de los espectadores era sustituido por otro congénere de superior calidad y más caro. Es por tanto muy comprensible y fácil de entender que la aparición de modelos que no precisaban del estabilizador fuera saludada con alborozo por la prensa y no sólo por la exclusivamente técnica.

Para acabar, la entrañable antena de cuernos, más o menos retráctiles, la V mágica. Siempre el elemento más temido y venerado pues, dando por supuesto que al antenista se le llamaba después de tener la TV en casa y dada la tardanza de éste en otorgar su valioso tiempo y trabajo, rayana en lo que hoy supone la de un fontanero en acercarse a tu domicilio, era imprescindible su colaboración para que se abriesen, tras varias maniobras, giros y extensiones adecuados, los maravillosos contenidos de la caja mágica en la pantalla tras el montón de puntos borrosos y ruidosos mostrados al encender el aparato. La instalación de la antena por parte del chamán antes mencionado no finiquitaba la utilidad de nuestra amiga: por un lado, los frecuentes problemas en las antenas individuales (y no te cuento en las posteriores colectivas) y la dificultad de una nueva vuelta del técnico, sumada ahora a la enemistad secular con el vecino del ático o de cualquiera que debiese facilitar el acceso a la terraza; por otro lado, los frecuentes deseos de movilidad deseada para el aparato que aparecían a los pocos meses de la instalación, hacían que sus servicios fuesen solicitados con frecuencia. El ritual se completaba tras encontrar el elemento familiar (frecuentemente el padre), con el que nuestra antena entablaba relación preferencial. Vamos, el único de la familia que la entendía y que era capaz, a veces a costa de permanecer en incómoda postura mientras la sujetaba a lo largo de las horas, de conseguir que realizase a la perfección su tarea.

Si prácticamente todos los aparatos son iguales, ¿cómo destacar de otros poseedores de tan preciado bien?, ¿dónde remarcar la diferencia que nos separa e indique la — superior, claro- clase social a la que pertenecemos? Pues se hacía con el mueble donde va a reposaba nuestro querido aparato. Así, se crea una línea de mobiliario dedicada a él, aportando incluso materiales nuevos (formica y otros) que viven su boom para ser empleados en estos acogedores espacios para nuestra tele y que rápidamente inundan establecimientos de muebles y de electrodomésticos.

La clase social más elevada dispondrá de grandes muebles tipo biblioteca donde, muy centrado y a media altura, se encuentra un hueco con sus puertas y llave que, a manera de altar profano, esconde de miradas furtivas el sagrario seglar. Incluso, en los escalones más elevados, este mueble se incorpora a una habitación especial, el salón de TV con su tresillo de sofás mullidos y mesita de servicio de café (y copa), a diferencia de la plebe que lo aloja en el salón de estar común familiar. La clase media-baja, mi familia y similares, adoptamos un mueble intermedio que permite decorar las estanterías laterales y parte superior del aparato con algunos tomos de alguna enciclopedia con el color a juego, quedando la parte inferior con un pequeño estante para las revistas con la programación de la TV que comienzan a aparecer en el mercado (de las que fue reina Teleradio y luego Teleprograma), con la trasera abierta para que el aparato “respirara”, tomando así cumplida venganza respecto a las antes mencionadas, que verían recalentarse sus aparatos y por tanto disminuir su vida útil debido a la jaula de oro donde los encerraban. Los menos pudientes, gastado ya prácticamente todo el dinero en el aparato en sí, optaban por la denominada “mesita de TV”, que era un mueble de dos plataformas — una para él y otra para el estabilizador y la revistilla-, bajo, de formica o plástico, que ofrecía una mayor movilidad gracias a las ruedas de las que estaba dotado y que permitían el desplazamiento, en dirección al balcón en tiempo veraniego, incorporando incluso en los modelos más sofisticados una suerte de mueble bar lateral con sus botellas y vasos. El último, y más barato recurso era, a modo de establecimiento hostelero, una mera leja colocada siempre en la parte superior de la sala de estar.

Más adelante se añadió durante un breve espacio de tiempo otro cacharro necesario para que los televisores antiguos pudiesen ofrecer la segunda cadena de nuestra televisión española: TVE2, conocida popularmente como “la UHF”. Los aparatos nuevos ya incorporaron la sintonización precisa y los viejos quedaron fuera de vida útil, por lo que este adaptador tuvo una muy corta presencia (algo parecido a lo que sucedió posteriormente con la adaptación para los canales de TDT).

Ahora, cuando algunas gotas de lluvia asoman a mis ojos recordando a los que no están, rememoro aquellas navidades, que para mí sí fueron en realidad mágicas, y cómo aquel aparato se instaló en mi vida. Empecé a ver, como el replicante, cosas maravillosas que no creerías jamás: series, películas, teatro, documentales… pero eso será objeto de otro artículo en el que nos encontraremos.

cj

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