(Fuente: Movistar+)
Esta crítica se ha escrito después de ver ‘Small Axe: Lovers Rock’ y no contiene spoilers.
Lovers Rock, la segunda entrega de Small Axe, es diferente. Juega en otra liga. Quizá por eso buena parte de la crítica anglosajona la ha adorado, aunque intuyo que a parte del público le resultará un episodio lento, banal, incluso. Quien espere una peripecia narrativa excitante, se decepcionará, aburrido ante las larguísimas secuencias de cante y baile. La continuidad narrativa es mínima, punteada por viñetas comunales, por estampas setenteras, que discurren desde una escapada de casa al anochecer hasta un autobús de vuelta al alba.
Por el contrario, el espectador más ávido de riesgo estético hallará en Lovers Rock un relato de esos que respira profundamente por las esquinas de la sugerencia. Porque se trata de un capítulo impresionista, donde importa mucho más el cómo que el qué. Es la crónica intermitente de una fiesta, repleta de tiempos muertos en los que la contemplación se erige en máxima y el detalle en recuerdo delicioso: ese vestido rojo, el peine para atusarse o un amour fou en bicicleta.
A finales de los años setenta emergió en Londres un subgénero de música reggae caracterizado por voces femeninas y unas letras románticas, opuestas a la seriedad política rastafari. Se denominó “Lovers Rock” y el Silly Games de Janet Kay fue uno de sus himnos. En esencia, eso ofrece este segundo episodio de la antología Small Axe: una carta de amor a una música. A una melodía que va de la mano del reflejo casi naturalista de una comunidad, desde sus formas de vestir afro hasta lo sabroso de sus platos o lo saltarín de su acento jamaicano. En esa pulsión detallista es donde Lovers Rock mejor entronca con el episodio de la semana pasada , en especial con su primera hora.
Sin embargo, Lovers Rock se hace más interesante al orillar la vertiente justiciera de Small Axe. Frente al trazo grueso que a ratos atenazaba a El Mangrove, el relato resulta ahora mucho más estimulante porque obliga al espectador a leer entre líneas. A preguntarse por qué esas fiestas clandestinas “segregadas”, a notar el cambio de acento del protagonista cuando se topa con su jefe en el taller, a indagar en Google para completar el cuadro costumbrista con la posterior tragedia de New Cross Fire o, incluso, a buscar el simbolismo de las cruces que atraviesan misteriosamente el relato (mi interpretación es que enlazan la historia que se nos ha contado con la desgracia que acabó con la vida de 13 jóvenes británicos negros en un lugar llamado, precisamente, “New Cross”).
Por tanto, este segundo capítulo de la antología Small Axe tiene papeletas para convertirse en una de esas obras que adoras o detestas. Sus detractores la notarán pretenciosa y desnortada, sin fuste narrativo, quemando metraje para un pseudo-musical de fiebre del sábado noche. Sus amantes, por contra, serán quienes se dejen arrullar por una puesta en escena táctil — planos detalle de manos abrazándose, cuerpos en éxtasis musical, gargantas a capella, pitillos aspirándose — , donde la cámara vaga entre la felicidad de peña que hace clic. Son secuencias kilométricas que te ubican en medio de una fiesta de la que nunca querrías marcharte. Qué atmósfera, qué fascinación, qué baile tan eterno. Qué juego tan deliciosamente tonto.
‘Small Axe: Lovers Rock’ se estrena el 14 de enero en Movistar+.