Pasado el ecuador del relato, Patria ha abierto el foco, logrando así ganar empaque dramático. Le ha venido bien airearse un poco de Bittori y Miren. Además, la estructura en espiral de la serie, regresando a los mismos eventos desde diferentes puntos de vista, sigue dando buenos resultados precisamente por la apertura. Gorka y Arantxa, los dos baluartes del episodio, permiten sumar matices, grises, miedos, arrepentimientos, impotencias, corajes.
La propia condición física de Arantxa ya aúna todo eso. El off de la carta inicial, aunque redundante en su peloteo entre sonido e imagen, desemboca en un plano significativo, hermoso en su sencilla capacidad metafórica: Arantxa, desnuda, se contempla ante el espejo, tras mucho tiempo sin querer hacerlo. “Tú tienes tu cárcel y yo la mía. La mía es mi cuerpo. Me ha caído cadena perpetua”, remarca. La clave está, enlazando con el plano definitorio de la semana pasada, en la determinación de Arantxa por no mirar a otro lado. Asumir la realidad. Sacar valor para enfrentarse. A ella misma, a su familia, al pueblo. Por eso el paralelismo con su hermano se completa justo ahí, también visualmente, enfocando al terrorista en prisión: “Y hay otra diferencia entre tú y yo. Tú estás allí por lo que hiciste. En cambio, ¿qué he hecho yo para merecer esto?”. Arantxa (qué sensacional Loreto Mauleón) será el catalizador del previsible arrepentimiento de Joxe Mari. Así se lo hace saber, ya al final del episodio, a Bittori. Porque no, ya nunca más mirará para otro lado.
Por eso los flashbacks de Arantxa son significativos y reafirman su potencia como personaje. Incluso en los detalles más nimios el miedo le vence. O la vergüenza. Que si su novio es un maketo, que si una boda en la intimidad para no dar que hablar en los visillos, que si le advierte a su hermano sobre el contenido poco patriótico de sus poemas, que si ella misma renuncia a encararse con sus padres y el violento Joxe Mari y decide marcharse a la ciudad…
Y aquí es donde el relevo narrativo que el personaje de Gorka da a su hermana cobra sentido pleno. Otro que huye; otro al que atenazará el remordimiento. Su súbita y rotunda aparición en el relato sirve, como ningún otro personaje hasta el momento, para explorar la complejidad de la culpa, tanto individual como social.
Gorka: Han tenido que equivocarse. Habrán ido a por otro y han matado al que no era.
En el, por fin, primer episodio sin apenas esquirlas simplistas o maniqueas (solo el proto-Setién diabólico), Gorka sintetiza en dos excelentes momentos la depravación moral y política de una sociedad. Ese “han tenido que equivocarse” arrastra todo el sórdido prestigio del antifranquismo que, incluso hoy, aún cosecha ETA en ciertos sectores políticos y sociales. Porque el comentario a su novio, proferido desde un sincero abatimiento por la muerte del Txato, refleja perfectamente uno de los pecados originales de aquellos confusos y sangrientos años. Gorka, un tipo decente, sensible, leído, que escapa del pueblo para poder respirar algo de libertad, aún compra una mercancía averiada y siniestra: “Habrán ido a por otro”. Es decir, había peña a la que sí parecía lícito matar: guardias civiles y policías, supongo, quizá también políticos “extranjeros” (los no nacionalistas) y empresarios “explotadores”. Uniformes, etiquetas, nunca personas. La clásica despersonalización del totalitarismo. Nadie quiere matar a Pepe o Carmen; nadie quiere asesinar a un padre o a una hija. Por eso, lo primero es convertirlos en entes. En objetivos. Hablar de bajas. De guerra. De lucha contra el fascismo. La retórica inmunda sirve, sobre todo, para fregar conciencias. Por eso está muy bien traído ese comentario de Gorka: porque, al escarbar, sale muchísima mierda a la superficie.
Lo mejor — y, al mismo tiempo, lo más terrible emocional y moralmente — es que su pesar nos sabe sincero precisamente porque el capítulo ha hecho previamente un óptimo trabajo de caracterización. Le han dado pista a Gorka y él ha danzado enseñando sus caras y sus cruces. Asistimos a su felicidad infantil al contar a sus padres lo del premio literario (también, en una estupendo escena, vemos a Joxian enorgullecerse en su curro), pero también contemplamos su agobio de los primeros planos en la barra del “Arrano”, cuando le acusan de colaboracionista. Nos fijamos en el plano detalle de nerviosismo y torpeza al intentar prender el cóctel Molotov y nos alegramos con el rictus despreocupado — liberado de ese peso sobre los hombros, simbolizado incluso físicamente con su corte de pelo — que exhibe en la galería de arte.
Es fácil demandar heroísmo desde la comodidad del hogar, la distancia o el tiempo. Pero en un entorno donde campa el terror, lo más normal es que se prodiguen los Gorkas. Es la definición clásica: matar a uno para aterrorizar a mil. Y ha sido muy efectiva. Los héroes, por desgracia, son escasos siempre. Porque hay mucho que perder y, ya lo advirtió el cardenal Newman, “el cálculo nunca hace al héroe”. Es la mísera matemática que dolorosamente acepta — su segundo momento memorable — en su speech tras el atentado contra el Txato, el que da título al episodio:
Gorka: Soy tan cobarde como mi aita, y como tantos otros que a estas horas en el pueblo estarán diciendo: “¡Jo, menuda salvajada! Así no se construye una patria, eh, pobre Txato”. Pues sí, pobre Txato. Pero nadie moverá un dedo. Para estas horas ya habrán limpiado la sangre del suelo con una manguera o algo pa’ no dejar ni rastro. Mañana, sí, mañana habrá murmullos. Pero, en el fondo, todo va a seguir igual. La gente irá a las manifestaciones a favor de ETA para dejarse ver, para poder vivir con tranquilidad en este ¡país de callados! Y así hasta el siguiente muerto. ¿Con qué derecho puedo yo reprochar nada a nadie si soy igual, igual, igual que los demás? ¡Igual!
Aunque Arantxa y Gorka sean lo más poderoso del episodio, hay algunos otros detalles relevantes. El más novedoso desde el punto de vista dramático es el bautismo de sangre de Joxe Mari, sin duda. Llama la atención que en un episodio repleto de interiores, noches e iluminación tenue, atestado de sombras, el momento más soleado (junto con la llegada de Bittori a su nueva casa en San Sebastián) sea el estreno homicida del etarra Joxe Mari. Con Óscar Pedraza tomando el mando de la dirección, el asesinato se filma de manera directa. Seca. Dos disparos y un frío remate ante la petición de clemencia. Tras el inicial intercambio de primeros planos de los terroristas, la clave de la secuencia es el movimiento de cámara. Pedraza arriesga con un plano-secuencia de 50 segundos, que comienza con Joxe Mari saliendo del coche y concluye con plano detalle de su mano temblorosa y un primer plano de la determinación de su rostro. Es sugerente esta opción estética.
En una serie que está deconstruyendo visual y narrativamente el asesinato del Txato, acercándose a ese momento cero desde distintos ángulos y tiempos, elidiendo hasta ahora el instante decisivo y fatal del disparo, en un relato así, decíamos, tiene sentido la brusquedad de este primer disparo mortal. Optar por un plano-secuencia en lugar de un montaje más tradicional sirve, por un lado, para remarcar lo excepcional del acto: constituye un punto de no-retorno. Uno nunca puede regresar de su condición de asesino; como mucho podrá guarecerse bajo el paraguas del prefijo “ex-”, pero jamás sanear su conciencia. Al mismo tiempo, rodar el asesinato en una larga toma refuerza lo mecánico del crimen, como un autómata cegado por el odio. Una inercia malvada. El tipo del bar es una víctima sin rostro. Un “nadie” para el terrorista; otra etiqueta que liquidar. Que la cámara se detenga en la mano trémula de Joxe Mari y su cara ceñuda no son más que la constatación melancólica de que ahí lindaba la línea invisible. Las últimas dudas de la conciencia también perecieron ahí, anegadas por la consigna criminal, el desprecio nihilista y la borrachera ideológico-patriótica.
El otro momento en el que merece la pena detenerse es, de nuevo, la relación entre Bittori y Arantxa. Sus encuentros están resultando lo más auténtico y emotivo del relato, quizá por su sutileza. La ternura de esa leve palmadita en la cara al empezar a pasear juntas, esos estampas de alegre cotidianidad punteados por la suave y conmovedora melodía de Fernando Velázquez, y la dignidad vitalista de esos dos “despojos”: la vieja “loca” renqueante y enferma empuja a la “subnormal” que necesita ayuda hasta para limpiarse las babas. Sin miedo al qué dirán. ¡Hablad, murmurad ahora, país de callados!
La clausura del episodio, centrándose en esta suerte de héroes crepusculares empeñados en quebrar sus destinos, supone una enmienda humanista al off del inicio. “Yo quiero que me veas como soy ahora. ¿A qué viene eso de esconderse?”, se lamentaba, autocompasiva, Arantxa. Se declaraba hasta las narices de empujadores, de aconsejadores, de alimentadores y de la gente servicial en general. Y, sin embargo, eso es lo que le pide ahora a Bittori: ayuda.
Y se deja impulsar, orgullosa, esbozando una leve sonrisa. No llueve, aunque aún falte la última primavera por llegar.