Esta crítica se ha escrito tras ver la temporada completa de ‘No grites’ y contiene spoilers.
El terror realizado en Argentina lleva unos años planeando alto gracias a películas como Aterrados o Luciferina, o la tan desconocida como encomiable Sangre Vurdalak, entre otras. Buenas historias, excelentes ambientaciones y, como es marca de la casa, interpretaciones muy estimables; sin embargo, el envés está marcado por producciones modestas y un diseño de producción que tira mucho de imaginación y artesanía, lo que resulta digno de admiración, pero cuyas costuras resaltan sobremanera.
Eso no resta, entendámonos, un ápice de interés por el producto, pero echas en falta recursos y herramientas que darían un continente más preciso y precioso. En el caso que nos concita hoy, la miniserie No grites estrenada por DARK pasa algo parecido; una buena premisa marcada por buenas intenciones, pero con demasiados altibajos. Se trata de una propuesta de terror compuesta por cinco capítulos cuya duración oscila entre los siete y nueve minutos y medio por episodio y que está dirigida por Sebastián Dietsch y guionizada por Martín Méndez.
La ficción nos traslada a una casa maldita cuya maldición es narrada desde el presente hasta el origen del mal que padece, en 1917, a lo largo de cinco capítulos. Contada hacia atrás cronológicamente, las historias, independientes entre sí, tienen como vínculo la maldición que pesa sobre la casa. Ese planteamiento invita a proseguir con la serie para saber por qué y cómo surge el mal entre sus tabiques y es una buena idea, sin duda. Sin embargo, el interés que suscita pronto se ve eclipsado por la variedad de géneros que aborda. Esa mezcolanza, con un metraje tan escaso por capítulo, resulta abrupto, condenando al espectador a un ejercicio de aceptación ad hoc. Dicho de otra manera, lo acepto porque sí.
Así, el primer capítulo de No grites nos sitúa en la actualidad donde un grupo de jóvenes entra furtivamente en la casa protagonista con intención de gastarse bromas, flirtear y hacer fotos. Un selfie, qué si no, es el denominador común del episodio, aderezado con mensajes de texto e imágenes en los móviles. El acierto de sus nueve minutos de duración reside en la generación de una atmósfera opresiva que sí traslada fuera de la pantalla, y un aumento de la tensión palpable que viven los jóvenes protagonistas.
En el segundo, situada en el 2001, el relato es un clásico del género: una familia visita la casa con intención de comprarla. Naturalmente, los dos retoños de la familia son los protagonistas. Las incursiones por las estancias, plagadas de inocencia y curiosidad típica de los niños, les llevan a descubrir las entidades que la habitan. Mientras el vendedor inmobiliario permanece al margen (lo que de por sí chirría) hasta el final, los padres se embarcan en una suerte de espectáculo de feria para encontrarlos. El terror con peques siempre tiene un punto macabro añadido. La excelente iluminación hace el resto.
Estamos en 1985 y el tercer episodio nos propone otro clásico: una de exorcismos. El sacerdote que llega a la casa, cargado de toda su parafernalia para estos menesteres, que se enfrenta a una chica poseída. Hasta ahí, bien. El resto, más allá de las levitaciones conseguidas y la bacanal de sangre, no ofrece nada nuevo. Ni siquiera da miedo. Ni un poco. No sé si por la duración, demasiada escasa, del ritual; no sé si por las interpretaciones (la del sacerdote es del todo menos creíble) o bien porque ya atisbas lo que va a suceder desde que entra por la puerta, el episodio se desdibuja él solo. Lástima, porque soy muy aficionado a este género.
En el cuarto capítulo de No grites nos trasladamos a 1977, cuando Argentina padecía la dictadura de Videla. Tres agentes de la policía política entran en la casa buscando un disidente. Un matrimonio habita la casa y niega que oculten a nadie. Los agentes abusan de su autoridad, violan a la mujer y encuentran en el sótano de la casa a una anciana con un bebé dentro de un bote de formol. ¿Terror? No. Poco miedo, pero sí cierta aprensión y motivada por los policías. Una crítica abierta a la condición humana cuando se embebe de poder. Poco más.
El origen, por fin, nos traslada a 1935. Un parto de dos bebés rodado con cámara subjetiva y un efecto trasfoco que dota al episodio, el más corto de todos, tintes de pesadilla interminable. Para mi gusto, el mejor de la miniserie. Es el más creativo e inteligente e imprime un punto de horror profundo. Las escenas de la madre, desde la cama, hasta la parte final, nana incluida, son tan efectivas como efectistas. Los bebés, siempre en primer o segundo plano, ayudan a no parpadear y seguir con todo el interés qué demonios le pasa a la casa
Como conclusión, No grites, sin ser pretenciosa, intenta abarcar demasiadas aristas del género con una duración que no le permite salir airoso; las interpretaciones son mediocres en su conjunto y no enriquecen el guion. La dirección, por su parte, tiene momentos potentes e inteligentes, buscando un efecto más que una consecuencia, pero es que el metraje no da para más. Con todo, la ambientación e iluminación consiguen paliar algunas carencias y trasladarte a una casa que se convierte en protagonista (como todas las del sub género que se precie). Al final, uno tiene la sensación de asistir a un terror de andar por casa (y créanme, no es un chiste). Por cierto, han confirmado la segunda temporada.
‘No grites’ se emite los martes en DARK.