Esta crítica se ha escrito tras ver los tres primeros episodios de ‘Los Irregulares’ y no contiene spoilers.
Cuando ya casi se rozan las tres horas recorridas, uno se da cuenta de que Los Irregulares ha estado a punto de dejar pasar la oportunidad de ser un buen procedimental. En su premisa, que gira en torno a aquellos niños a los que Sherlock Holmes utilizaba de ojos y oídos en los barrios bajos de Londres, hay hueco para la intriga paranormal de largo alcance, pero, sobre todo, para los enigmas capitulares que, si fuera una cadena lineal quien hubiera estrenado la serie y no Netflix, trataríamos de «casos de la semana».
Se consuman a razón de un episodio cada siete días o todos de golpe, lo crucial es que, quizá por herencia del detective de las novelas de Sir Arthur Conan Doyle, los ayudantes de Holmes, aquí adolescentes, rinden mucho mejor en sus pesquisas ambientadas en la Inglaterra del siglo XIX cuando la trama se atiene estrictamente a la fórmula del buen procedimental: crímenes que se destapan y resuelven en cosa de una hora, aunque sus efectos en los protagonistas sigan sintiéndose después. Los pobres diablos que los cometen, además, vienen con un fondo esotérico adherido. Así quedan los cinco investigadores, que piafan a merced de fantasmas, ouijas y otros asuntos extraterrenales, bien distinguidos de la mente preclara y ultrarracional de Holmes.
El sabueso del 221B de Baker Street no es mucho más que eso al comienzo de la serie, una sombra que aparece y se esfuma dejando incertidumbre a los muchachos y a nosotros la incorregible manía de comparar. El otro arrendatario del lugar, el doctor Watson, sí juega un papel relevante en las vidas de los jóvenes, a quienes mantiene husmeando en la misma miseria en la que viven por unas pocas monedas, y lo hace con más interés del que deja ver. Esta vuelta de tuerca al clásico decimonónico es la historia que Tom Bidwell, creador de la serie, siempre ha querido contar, y pudo sacarla adelante por fin de la mano de Netflix, parón por coronavirus incluido.
Pero en el primer tercio de la temporada, que consta de ocho episodios, la devoción por la pareja de novela que proclama Bidwell se queda en un mero reclamo. Holmes está escurridizo y Watson, irreconocible; es por eso que el hilo argumental que los ata a los dos con los críos y con una amenaza siniestra y fuera del alcance del mero intelecto acaba más de una vez en vías muertas. En cambio, los pocos segundos dedicados a la exposición del caso inexplicable que pondrá a prueba a los protagonistas durante los cincuenta y tantos minutos siguientes acumulan la tensión y el interés que la otra mitad de la producción no es capaz de generar.
Esos códigos genéricos, familiares y globalizados, son los que el espectador puede asimilar más cómodamente, porque no hay en la ficción muchos otros asideros desde los que leerla. Con Los Irregulares hay que renunciar desde el mismo instante en que se presiona play a reconocer nada de lo que aparece en pantalla: ni las actitudes de los personajes, ni las brechas sociales ni la ciudad misma. Sherlock Holmes no existiría sin Londres, ni Londres sin él, y, sin embargo, la serie de Bidwell está en otra parte, deslocalizada, como flotando en un presente disfrazado de ninguna parte. No de la capital británica, al menos, pues la historia se rodó en Liverpool, Chester y el norte de Gales.
Toda ficción histórica trae bajo el brazo una propuesta de memoria, Los Irregulares también. Su invitación, sin embargo, es a la desmemoria: la serie busca emparentarse con una narración moderna hasta las trancas, pero se olvida por el camino el marcado carácter citadino que la hizo así. En la espuma de ese batido se precipitan ingredientes que no maridan, y no tanto a causa de esa estilización posmo que ya no asusta a nadie como por la incapacidad de la serie de hacerla atractiva. Al mismo tiempo, en el fondo se posa lo que sí funciona, la reminiscencia licuada de unas formas vetustas pero infalibles: el dulce entretenimiento por fascículos.
‘Los Irregulares’ está disponible en Netflix.