Esta crítica se ha escrito tras ver la primera temporada completa de ‘Falcon y el Soldado de Invierno’ y contiene spoilers.
Es momento de aceptar que Falcon y el Soldado de Invierno no ha estado a la altura. Sea por su encomiable ambición de pisar charcos morales en los que ningún proyecto del Universo Cinematográfico de Marvel había chapoteado antes o por aquella curiosa teoría de que los guiones originales incluían toda una trama pandémica que se recortó cuando la COVID-19 interrumpió el rodaje de la serie, la photo finish de la aventura de Sam Wilson y Bucky Barnes está terriblemente desenfocada.
Con un sexto y último episodio deslavazado, abrupto, casi una única set piece de 50 minutos, la serie se ha resuelto en favor de la más compleja pero previsible de las dos pulsiones que la acorralaban. Con más o menos garbo, Falcon y el Soldado de Invierno se ha movido entre el valor de los iconos y los símbolos, heroicos o criminales, que expanden significados particulares allende las fronteras idiomáticas hasta convertirlos en imágenes como el superrepresentado escudo del Capitán América, de una universalidad comprensible en cualquier parte del mundo y, sin embargo, continuamente matizada; y la calidez de las pequeñas cosas, de momentos locales únicos e irrepetibles empaquetados en cada una de las secuencias de una bucólica Luisiana.
Aunque homenajeada en una coda musical en la que se refleja también, por oposición, aquella globalizada discoteca de Madripoor en la que tan felices fuimos una vez, la costa del estado sureño, que contenía el alma de Falcon —su familia, su pasado, su patrimonio— ha cedido el puesto a la narración de grises que ha dominado el asunto de los Sin Banderas. Los revolucionarios, disueltos desde hace varias semanas entre abrazar o no la violencia como medio para sus fines políticos, han acabado como nos temíamos: caídos en desgracia y despachados rápidamente. Es muy ilustrativo que, en una de las primeras secuencias del último episodio, haga falta una radio de policía que nos explique qué narices quieren exactamente. Y si no estaba claro, será porque se ha contado mal, con conspiranoia pandémica de por medio o sin ella.
Negritud y white trash
Que la buddy movie que han protagonizado Anthony Mackie y Sebastian Stan no ha hecho gala del nervio, la inspiración ni la novedad de la serie que abriera la veda a Marvel en Disney+, Bruja Escarlata y Visión, es irrebatible. Y admitámoslo, pensar en ella como una ficción-puente para cerrar heridas y consagrar figuras —el bautismo de fuego de los héroes de barrio de Marvel es, como le pasa a Falcon, que la gente se baje de su coche para aplaudir las heroicidades de uno— y no como la obra completa que solo ha conseguido ser a medias denotaría condescendencia. Han saltado por los aires las pretensiones de poner en tela de juicio el arquetipo del superhéroe en el marco de la negritud en los Estados Unidos, o de enmendar la plana a Nomadland con una revisión de la white trash de Trump condensada en John Walker, un pobre diablo traicionado por un gobierno infestado de técnicos de RR. PP.
Si se quiere buscar en el series finale de Falcon y el Soldado de Invierno algo parecido a una despedida —hasta junio, con Loki, no habrá más series Marvel—, se puede encontrar. A pesar de una escenificación algo forzada, ha sido gratificante que a quienes los denominados terroristas nos despertaban la misma suspicacia que algunos autoproclamados héroes se nos haya concedido un último momento de cuestionamiento, ese en el que Falcon —como llevamos semanas haciendo nosotros en nuestro podcast— plantea a los mandamases del órgano que rige la política de fronteras a escala global en el universo Marvel la gran pregunta: ¿vamos a quedarnos quietos esperando a que descuelle el próximo villano o abordamos de una vez los problemas que los inspiran?
‘Falcon y el Soldado de Invierno’ puede verse en Disney+.