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Crítica: ‘Black Mirror’ 5×01 — ‘Striking Vipers’

El historial de Black Mirror en términos de representación LGBT+ no es de los más brillantes (salvando San Junípero y alguna otra cosa). Y por eso resulta difícil entender cómo pudo Charlie Brooker, su creador y escritor, meterse en el berenjenal que supone, en estos términos, Striking Vipers, el capítulo que abre la quinta temporada (disponible desde hoy en Netflix): ¿No vio qué tipo de historia estaba construyendo o es todo una subversión solo al alcance de los más avispados?

Entremos en harina. El episodio nos muestra a una pareja heterosexual, Danny (Anthony Mackie) y Theo (Nicole Beharie), que comparte piso con un tercero, Karl (Yahya Abdul-Mateen II), amigo de ambos. Los dos hombres suelen echar, de vez en cuando y como un cierto ritual de bromance, unas partidas a una especie de Street Fighter del que el episodio toma el nombre. Saltamos once años, y Danny y Theo han formado una familia y sentado la cabeza. Por el cumpleaños de Danny, cercano a la cuarentena, Karl le regala la nueva versión VR (los perros viejos de Black Mirror encontrarán las referencias a, por ejemplo, USS Callister) de aquel juego de peleas con el que disfrutaban. Por los viejos tiempos.

Una vez dentro de la partida online, con sus cuerpos inertes en sus sofás, Danny y Karl se convierten en los personajes del juego. Hombre y mujer, como solían escoger cuando jugaban once años atrás, los ajaponesados avatares empiezan a combatir hasta que, de repente, dejan de hacerlo. Así resuelve Black Mirror un despertar homosexual entre dos adultos: con tres o cuatro polvos heteronormativos entre los que quizá sean los prototipos masculino y femenino más canónicos de este 2019.

Danny y Karl se convierten en sus avatares dentro del juego. (Fuente: Netflix)

No quiero que parezca que me estoy yendo por las ramas y atendiendo a algo tangencial. El capítulo deja clarísimo que este es su centro de interés, con lo que quiere llamar nuestra atención, así que el tema de la representación se convierte casi en estética: lo interesante de Striking Vipers es cómo vehicula la habilidad de Black Mirror para salir de embolados como este.

Esta serie, en ocasiones, es torpe. Nunca ha sido especialmente intrincada ni sus supuestos discursos revolucionarios pasaron jamás de quedarse en reduccionismos (interesantes, eso sí), pero Black Mirror siempre ha sabido subvertir expectativas. Y este episodio no es la excepción. Cuando la sexualización de los avatares de Danny y Karl comienza a chirriar al espectador, se da el volantazo y pasan de zurrarse a montárselo. Esos giros a lo The Twilight Zone (de los que el episodio se guarda uno más al final) siempre han sido el fuerte de la serie, y siguen siéndolo en esta temporada.

Sin embargo, no podemos dejar de atender a lo torpísimo de la estrategia del episodio para abordar su trama; o para armarla, incluso (“un hombre gay en realidad quiere ser una mujer”, parece decir). El del videojuego es un mundo utópico, donde los dolores de rodilla que habían llevado a Danny a cierto sedentarismo lastimoso desaparecen, y la fisicidad de esas peleas aparece como una suerte de camino hacia el deseo. Con cosas como esas, el episodio parece subrayar algo que, quiero pensar, es un tropiezo; porque la concepción de la figura homosexual como una inversión o desviación del binomio masculino/femenino es algo que huele a muerto desde hace mucho.

Las partidas a ‘Striking Vipers’ de estos dos pronto pasan a ser más que peleas. (Fuente: Netflix)

La pregunta, entonces, es: ¿esta serie siempre ha sido tan rancia? Los de Black Mirror son los mismos de San Junípero, recordemos (incluso aquel episodio y este comparten director, Owen Harris). Y no es que la homosexualidad aparezca connotada (algo sugerido pero sin afirmarse, como en el “clóset representativo” del que habla Alexander Doty), precisamente. Hay momentos muy claros, tanto plástica (Danny y Karl sentados juntos en una cena, y la mujer de Danny en el otro extremo de la mesa y mal iluminada) como verbalmente (Karl habla a Danny de su “coño terso y mojado”), que ponen de relieve lo que esa filigrana oculta.

¿Cuál era el propósito, entonces, si no soterrar una relación sexual no-hetero? Una vez más, queda el miedo de no haber podido o sabido sintonizar con los verdaderos propósitos de Brooker. El capítulo puntúa bien en la escala Black Mirror tradicional (tensión-sorpresa-más sorpresa); y, a pesar de eso, la experiencia se zancadillea con esa construcción que solo se presta a lecturas retorcidas y que, desde la percepción, devalúa enormemente su historia. ¿No hemos sabido leer o no han sabido escribir?

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