Esta crítica se ha escrito tras ver ‘Dealer’ completa y contiene spoilers.
Hacer un falso documental es fácil y difícil a la vez. Lo primero se explica porque te puedes ahorrar un dineral en equipos y pasarle el cargo de la tibieza plástica resultante a una supuesta búsqueda de realismo; lo segundo, porque se acrecienta el peligro de caer en el montaje disparatado o en la toma-chicle, dos caras de una misma moneda, y pensar que el disfraz de la verosimilitud exige o aprueba delirios que de nada sirven a la historia. Dealer, la recién estrenada miniserie francesa de Netflix, se cuida mucho de no resbalar hacia lo uno ni lo otro. Su estrategia, que pudiera parecer ramplona en su acercamiento al lumpen francés, contiene en realidad un concienzudo esfuerzo por mantener el equilibrio entre los dos abismos que flanquean el mockumentary.
A través de Franck y Thomas, dos videógrafos que un sello discográfico manda a un barrio consumido por el tráfico de drogas para rodar un clip musical con Tony, el capo del lugar -el caïd, como el título original de la serie-, los responsables de la miniserie, Ange Basterga y Nicolas Lopez, retratan el escacharrado ascensor social francés. Basterga y Lopez ya se habían medido con esta misma historia plasmándola en una película titulada también Caïd, de 2017. Aquel proyecto, resuelto a las bravas con un presupuesto de 70 000 euros y filosofía de trinchera, recogió en una trama muy similar una historia de corazón igualmente concienciado, que buscaba valerse del drama para abocetar las vidas de jóvenes como los que reclutaron para actuar en el filme, casi un centenar y apenas ninguno con experiencia previa frente a las cámaras.
Incapaz de encontrar un distribuidor y huérfana de estreno en salas, la película se rehizo por completo para su estreno en Netflix en diez píldoras frenéticas que, salvo excepciones, no superan los nueve minutos de duración. En ellas vemos a Tony y los miembros de su banda aterrorizar a Franck y Thomas, peces fuera del agua incapaces de conectar con el sistema de valores y cotizaciones de la barriada (representada en los quartiers de viviendas sociales del norte de Marsella); pero también a los filmmakers abalanzarse sobre una oportunidad clara de exotizar la miseria de quienes mueven la droga para catapultar su carrera audiovisual hacia estamentos de mayor poder.
Separemos el asunto. Si atendemos a la estética, el atavío del mockumentary y la fórmula del metraje encontrado —la serie se compone únicamente de los vídeos que Franck y Thomas graban durante su paso por el barrio— no podrían sentarle mejor a Dealer. La doctrina formal de Basterga y Lopez, también directores, se presta tanto al montaje de síncope como a unos planos que se sostienen por la fuerza hasta que la propia imagen muda empieza a supurar significado. Finalmente, la presentación en episodios brevísimos que no por serlo renuncian a un ápice de tensión acaba de difuminar el recuerdo tenue de proyectos como Quibi, un servicio que recorrió el camino de los capítulos escuetos haciendo demasiadas concesiones.
No obstante, observándola desde lo ético, Dealer resulta ambigua. Toda vez que la miniserie opta por los surcos del falso documental, el punto de vista en el que se sitúa la narración es, claro, el de los documentalistas. Dentro de la jerarquía de poder de su universo, los dispositivos de la imagen parecen proponerse como objetos que dignifican, tocados por el capital simbólico de la industria del entretenimiento. En Dealer, tener una cámara entre las manos permite ascender socialmente, aunque sea solo por unos minutos; no en vano uno de sus momentos más estimulantes visual y narrativamente se desencadena cuando los videógrafos prestan a los vecinos del barrio, narcos y niños por igual, cámaras portátiles. Solo entonces, y durante unos instantes tristemente escasos, quedan recogidas la mirada, la sensibilidad y la vida de los otros.
Este potencial pseudodocumental y de etnografía imaginada de la miniserie queda desnivelado por la otra gran secuencia en la que los protagonistas del supuesto videoclip graban y se graban con autonomía, cuando, en uno de los últimos episodios, Tony y su lugarteniente acuden a un área controlada por una banda rival para asesinar a un narco de medio pelo, Steve. Justo cuando Tony se planteaba cambiar el crimen por el rap y abandonar el barrio para alejar de sí la sombra de la cárcel, su hermano pequeño recibe una paliza del tal Steve, precisamente por grabarlo en medio de un trapicheo. Por descontado, Tony no resiste la inercia de la venganza y acude en busca del traficante para cobrársela. En el tiroteo que tiene lugar entonces, los directores pierden de vista el valor que habían imprimido a sus propias imágenes y caen presos de una estética febril de videojuego que banaliza la violencia cuanto más claramente la expone.
De hecho, las imágenes «impactantes» que el delegado de la discográfica -y podemos convenir en que él, desde el confort del fuera de campo, representa al verdadero villano- pide por teléfono a los videógrafos, una exigencia que Dealer se asegura de retratar como vulgar y clasista, son las mismas que la serie entrega luego en ese tramo. La escena se enmarca en una mirada, la de Tony, que sustituye a la de los voyeurs originales, Franck y Thomas, y que vendría a perpetrar una infracción del pacto entre ficción y espectador en el que se había estipulado, aunque fuera tácitamente, quién iba a llevar la voz cantante en la aventura. Este trueque de ojos, justificado con torpeza —da la casualidad de que Tony llevaba no sé cuántos episodios con una cámara colgada al pecho y que todavía estaba encendida, no te giba—, permite a los realizadores perderse con una secuencia de acción, de tiros estilizados y muertes con coreografía, que tiene poco que ver con la violencia sibilina y compleja plasmada en los primeros compases de la serie.
Desde Los miserables, la película reciente de Ladj Ly, hasta Mortal, una serie creada por Frédéric Garcia también para Netflix, la ficción audiovisual francesa de los últimos años vuelve la cabeza insistentemente sobre el problema de sus barrios pobres, donde la vida a la intemperie de la sociedad y el estigma del delito se concitan. Dealer se aproxima a esa misma proclama: ¿cómo podría Tony no recaer en el crimen si cuando sale de prisión regresa al mismo entorno conflictivo que lo arrastró hasta allí en primer lugar? Entre los policías corruptos que solo se asoman a la barriada para cobrar diezmos y los aspirantes a artistas que quieren filmar en ella las imágenes que los hagan famosos, Tony y sus vecinos existen como mediadores evanescentes, catalizadores usados para perpetuar el orden y desechados después.
Solo hace falta diseccionar el último plano de la serie para verlo: tras una sangrienta escaramuza entre las bandas, Franck recorre un garaje en busca de una puerta por la que huir mientras se escucha de fondo cómo Tony es detenido y llevado de vuelta a chirona por quebrantar la condicional. Final abierto para uno, cerrado para el otro. El videógrafo, ejemplo paradigmático del turista de clase, se lleva la ventaja de la duda y con ella, la posibilidad de mejorar. El sino del rapero, por el contrario, es inexorable.
‘Dealer’ está disponible completa bajo demanda en Netflix.