(Fuente: HBO España)
El libro favorito de true crime de Michelle McNamara era el que el periodista Robert Graysmith había escrito sobre el asesino del Zodiaco que había aterrorizado San Francisco a finales de los 60 y principios de los 70. Era su favorito no tanto por cómo detallaba la investigación sobre su identidad, aún desconocida, sino por cómo se describía la obsesión que Graysmith había desarrollado con el caso (obsesión que centraba la película Zodiac, de David Fincher). McNamara se reconocía a sí misma en la dedicación extrema a seguir las pistas para desenmascarar al asesino, especialmente porque ella quería que sus víctimas pudieran tener algo parecido a una conclusión, una sensación de cierre.
La escritora dedicó varios años a la investigación del asesino de Golden State, un violador y asesino en serie que había actuado en el norte de California entre 1974 y 1986. Los indicios estaban desperdigados por diferentes ciudades, en manos de distintos departamentos de policía que no siempre se comunicaban entre sí y que, al principio, tampoco persiguieron con demasiado ahínco el asunto porque, en aquella época, las violaciones no tenían la misma consideración que otros crímenes.
McNamara escribió varias entradas sobre el caso en su blog sobre true crime, publicó un largo reportaje en Los Angeles Magazine y, a raíz de ese tema, le hicieron una oferta para escribir un libro sobre este asesino de Golden State. Y, cuando le faltaban unos meses para poder terminarlo, la escritora falleció repentinamente mientras dormía.
Toda esta información es relevante a la hora de enfrentarse a El asesino sin rostro, la docuserie en seis capítulos que HBO España estrena hoy y que adapta, en líneas generales, el libro de Michelle McNamara. Es una serie muy interesante porque, a simple vista, es otro peldaño más en la renovada obsesión por el true crime de las cadenas de televisión, pero lo que El asesino sin rostro cuenta no es la investigación para encontrar a ese violento violador, sino la onda expansiva de trauma y obsesión que dejó a su paso.
Gay y Bob Hardwick, dos de las víctimas del asesino. (Fuente: HBO España)
Ahí es donde la serie, supervisada por la premiada directora Liz Garbus, se sale de las restricciones del true crime y, de algún modo, devuelve un poco de humanidad a un género obsesionado por el juego detectivesco de unir pistas e hipótesis. El centro de la historia está en las víctimas que sobrevivieron a los primeros ataques del asesino, cuando aún se le conocía como “el violador de la zona este”. Son ellas quienes narran el modus operandi del criminal, lo que sintieron no solo durante aquella noche sino en las venideras. La imagen que pintan es terrible (el segundo capítulo se centra más en este aspecto y resulta aterrador), pero la serie no las abandona ahí. Ellas (y ellos) son el otro hilo conductor de la historia.
Porque ahí estaba la principal motivación de McNamara para perseverar en el caso. El asesino sin rostro entrelaza los testimonios de víctimas y policías para contar la cronología de los ataques con la obsesión que la escritora va desarrollando. Es su retrato lo que, también, eleva la serie por encima de otras propuestas. La mirada que Garbus y sus colaboradores posan sobre McNamara es bastante más profunda de lo habitual, pues ella misma escribía sobre cómo su investigación la estaba afectando personalmente con ese contraste entre jugar con su hija durante el día y zambullirse en el caso por la noche.
El documental lo aprovecha para hilar un dibujo bastante detallado e íntimo de lo que impulsaba a McNamara a continuar indagando, y de cómo cada vez se sentía más presionada por entregar el libro a tiempo y que este hiciera de verdad justicia a las víctimas del asesino. La colaboración de su marido, el cómico Patton Oswalt, permite esa profundización en las motivaciones de Michelle y que la serie nos meta dentro de su cabeza. Sabemos cómo se siente al seguir determinadas pistas o repasar las escenas de los crímenes, cómo hay aspectos de su pasado que catalizan igualmente su interés, y también vamos teniendo pequeños detalles que, al final, cobran más importancia según nos acercamos a su muerte, en 2016.
Es una obra muy destacable por ese esfuerzo por dar voz a quienes a menudo acaban siempre olvidados por el true crime, que suele estar demasiado fascinado por los asesinos. Al horror de las acciones del criminal se añadía la condescendencia que la sociedad tenía entonces hacia las víctimas de violencia sexual, de las que se consideraba que algo habrían hecho. Una de las víctimas, que tenía 18 años cuando la violó el asesino de Golden State, recuerda que su padre la riñó con fuerza cuando se enteró de que le había contado a una amiga lo que le había pasado.
Tanto El asesino sin rostro como el libro de Michelle McNamara pretenden romper ese silencio y colocar en su centro la historia de los supervivientes, de quienes han tenido que convivir durante décadas con las secuelas psicológicas de los ataques. Y la serie, además, quiere darle a la escritora el mérito que merece sin edulcorar la manera en la que afrontaba el trabajo. Hay numerosas reconstrucciones de cómo podían ser aquellas sesiones de investigación de madrugada a través de la lectura, a cargo de Amy Ryan, de pasajes del libro, y también gracias a fragmentos de entrevistas en vídeo y en podcasts.
No es una docuserie perfecta, pero ese esfuerzo consciente por no caer en los tropos habituales del true crime es lo que le confiere todo su interés. Quien pretenda encontrarse una reconstrucción del caso del asesino de Golden State, con sus múltiples teorías, sus sospechosos y sus policías detallando las pistas que siguieron, se va a llevar una gran decepción. Nada de eso es lo fundamental en El asesino sin rostro. Es la reivindicación de las víctimas y la exploración de una obsesión que bordea lo malsano donde están sus grandes triunfos.
‘El asesino sin rostro’ está disponible todos los lunes en HBO España.
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