Una piscina, una botella de champán y un calcetín, combinación perfecta. (Fuente: Netflix)
Yo a Élite vengo a que me entretengan. No tengo más pretensiones. Espero una serie loca y amena que ver en modo maratón. Y, en ese sentido, la segunda temporada ha cumplido porque me la ventilé antes del mediodía del domingo, pero me duele en el alma confesar que, pese a un comienzo prometedor, no me lo he pasado tan pipa como quería.
Y no me ha costado mucho identificar qué es lo que para mí funciona como una bomba y lo que no tanto. Cada intervención de Lu me da la vida, pero no solo porque sea carne de gif sino porque con su trama la serie respira de esa intensidad que tan poca falta le hace. Reconozcámoslo: la trama de misterio es un rollo. O, al menos, es innecesaria. Y ojo que no me cabrea en absoluto que su resolución esté cogida con pinzas (¡me da igual!) sino los minutos de salseo que nos quita.
Con la desaparición de Samuel, los guionistas han tratado de crear franquicia (una temporada, un misterio que nos mueve en dos líneas temporales), pero francamente me importa poco si a Samuel lo ha matado el padre de Carla o si lo han tirado por un balate los narcos con los que trabaja la madre de la Rebe (lástima que no esté muerto, la verdad). Es una historia que sirve para vertebrar la temporada y llevarnos del punto A al punto B, para darle una cuenta atrás, pero lo verdaderamente jugoso pasa en los márgenes.
Mantener a Polo en la serie es una decisión golosa, pero también muy problemática: es difícil crear momentos de alivio verdaderos con un asesino en el aula (aunque lo consigue, por ejemplo, con la paja de Ander) y todo se enturbia. Tampoco ayuda que Guzmán se pase toda la temporada con el traumita (“¡a mi hermana la asesinaron!”) y carguemos a Ander con más intensidad de la que tenía de fábrica al ser portador de secretos. Por eso los nuevos, junto a Lucrecia, se han llevado la temporada de calle.
Suyos son los momentos divertidos. Las fiestas de Valerio, la trama de la impostora Cayetana e incluso los nairobismos de Rebeka con K. La fiesta de Halloween, la gala benéfica, el robo de vestidos o el incesto de Luerio, así como las guerras de instituto de Lu hacia Nadia. Y el spanglish. Y las coronas, ponga más coronas, BITCH!. Esas mamarrachadas (dicho con toda la dignidad del mundo) son lo mejor de Élite y no la enésima pelea entre Baba y sus hijos o las moralinas de Nadia (¿el mayor valium de la serie?).
Y luego está Omander. Ay, qué desaprovechado está Omander este año. Entre unas cosas y otras, no nos ha dado tiempo a nada con una trama que ha ido dando tumbos sin que cuaje. Primero, que se veían poco; luego la masculinidad heteronormativa de Ander era el problema pero se resuelve literalmente siendo pasivo (esta resolución da para mucho análisis y me enfadaría si me importase); y finalmente nada de su trama importa porque queda en segundo plano por el secreto de Polo.
Si por algo me parecía Élite muy superior a Por trece razones -referente muy cercano- es porque se tomaba menos en serio a sí misma. Y es lo que le pido a la próxima temporada. Más circo, más exceso, más sexo. Para ponernos estupendas ya tenemos Euphoria (que todavía no la he empezado porque me da pereza, no tengo reparos en confesar). ¿Que parece que me he quejado mucho en esta crítica? Lo sé, pero ahí estaré para la siguiente entrega. Choices, darling!