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Crítica: ‘La chica del tambor’, el teatro de la realidad

Alexander Skarsgard y Florence Pugh, protagonistas de ‘La chica del tambor’. (Fuente: Movistar+)

Park Chan-Wook ha vuelto a sorprender a propios y extraños, porque a priori, si algo no casaba es el director coreano con una novela de espías made in John Le Carré. El director de títulos como Sympathy for Mr. Vengeance, Sympathy for Lady Vengeance, La Doncella, Old Boy o la brillantísima Stoker no parecía el más apropiado para dirigir la adaptación de La chica del tambor, publicada en 1983 (aunque yo prefiero La pequeña tamborilera); es como si Sam Mendes fuese el escogido para realizar una nueva versión de Sopa de Ganso, de los hermanos Marx. Es algo que no tiene que ver con el talento, la capacidad o la eficacia; simplemente, es algo que no cuadra.

Aunque tampoco veía yo a Susanne Bier dirigiendo El infiltrado, la penúltima adaptación de Le Carré, y ahí está el resultado. Pues bien, Park Chan-Wook, fiel a su trayectoria, nos ha dejado boquiabiertos. Lo normal, vaya.

La novela fue adaptada al cine en 1984 por George Roy Hill e interpretada por una brillante Diane Keaton (lo mejor de la película), y sí perdura en ella el poso primigenio del trabajo de Le Carré; dicho de otro modo, incide más en el género del clásico espía al que nos tiene acostumbrado la obra del británico, a pesar de que esta historia en particular huye de los tópicos. El realizador coreano opta por otro derrotero tanto para desgranar la obra original como para contarla: apuesta, y con éxito, por mostrarnos la historia de una espía desde el arte de la interpretación. Un espía nunca será creíble ni convincente si no es un buen actor, y debe no sólo estudiar el papel asignado sino penetrar en él, formar parte de él y, finalmente, convertirse en él.

Fuente: Movistar+

Situémonos: Europa, finales de los 70. Un comando palestino atenta contra un agregado israelí en Alemania, pero yerra y mata a su hijo. Con los atentados de Munich en el 72 tan cercanos en el tiempo, y el cariz que toma el contexto actual, Martin Kurtz (Michael Shannon) propone al Mossad (los servicios secretos israelíes) conformar un equipo de contraterrorismo para desarticular la célula terrorista.

Del comando palestino sólo se sabe que lo lidera un tal Khalil, y la única pista para encontrarlo es su hermano Salim (Amir Khoury) y su novia Anna (una activista europea). Kurtz propone a su equipo una operación donde la ficción se mezclará con la verdad en cada paso que den, y para eso es necesario teatralizar la realidad.

La clave de esta “obra” que pergeña Kurtz es la suplantación de Anna para poder infiltrarse en la célula, pero necesita a alguien especial, y la elegida es Charlie (Florence Pugh). Kurtz recurre a un agente semirretirado para captar a Charlie e interpretar, como entrenamiento, a Salim. El escogido es Becker/Peter (Alexander Skarsgard). Un encuentro “casual” en las playas de Naxos reúne a Charlie, una joven actriz apasionada, fuerte, inteligente y cercana a la izquierda, con Becker, un hombre misterioso, melancólico y parco en palabras, que lee despreocupadamente bajo el sol.

Durante casi seis horas de duración, Park Chan-Wook dirige una historia de espías desde la funcionalidad de la interpretación, apostando por los entresijos de Becker y Charlie y “dirigidos”, a su vez, por Kurtz. En cierta manera, es el cine dentro del cine, teatro dentro del teatro. Narrada con varias “velocidades” en función de los personajes y la trama en cada escena: desde la relación entre Becker y Charlie (pausada y moderada), a la estancia de Charlie en los campamentos terroristas (acelerada y rítmica), pasando por los medios tiempos en la planificación y desarrollo de la operación que implementa Kurtz (un comienzo ciertamente explosivo deja paso a una historia reflexiva, donde los personajes y sus roles dictan la métrica de la narración).

Kurtz y parte de su equipo. (Fuente: Movistar+)

La puesta en escena es elegante, pero nada ampulosa, el diseño de producción al más puro estilo inglés (nada queda al azar) y los diálogos no sólo están bien elaborados, sino que están al servicio de la interpretación, y no al revés.

El guión, a cargo de Claire Wilson y Michael Lesslie, omite casi en su totalidad el contexto histórico, dando al espectador pequeñas dosis. La Europa convulsa por la proliferación de organizaciones izquierdistas partidarias de la causa palestina es simplemente un decorado donde establecer la historia; la apuesta por la intersección entre el espionaje y la actuación, la confusa realidad una vez que se alza el telón y los entresijos del tobogán emocional que sufren Charlie y Becker confieren a La chica del tambor un sabor especial. Park Chan-Wook ha hecho suya la novela del británico en su primer trabajo para la televisión.

Florence Pugh está soberbia, creíble ora como una joven actriz e ingenua en Grecia, ora como una simpatizante por la causa palestina, ora como una espía entrenada e infiltrada en base enemiga, ora una mujer tentada por el sufrimiento palestino, ora como una mujer enamorada. Interpela todos los registros y sale airosa en todos ellos.

Alexander Skarsgard representa el misterio. Un enigma que, como todo agente encubierto, guarda a buen recaudo, pero la misión le plantea una diatriba: interpretar, como parte de la ficción, a Salim para que Charlie se enamore de él y así completar la misión en Palestina, aunque eso conlleve saltar de la ficción a la realidad y enamorarse de verdad de Charlie (preciosas las escenas de ambos en el Partenón). ¿Y de Michael Shannon, qué decir? Pues que hace todo y todo bien.

La chica del tambor es bella y poética, un regalo. Park Chan-Wook lo ha vuelto a hacer. Lo normal, vaya.

‘La chica del tambor’ se estrena esta noche, a las 22:00 h., en #0.

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