Esta crítica se ha escrito tras ver ‘Resident Evil: Oscuridad infinita’ completa y no contiene spoilers.
Resident Evil: Oscuridad Infinita no sirve para mucho. Si eso, hace de puente entre las varias películas de animación que se ambientan en la saga de videojuegos de terror de Capcom, disponibles en Netflix, y la serie de acción real que continuará el camino de la franquicia en la plataforma, aún sin fecha de estreno. En todo lo demás, este anime CGI hace agua seriamente.
La historia se pone en marcha con un misterioso asalto zombi a la Casa Blanca, y de ahí nace la primera cuestión problemática: la construcción de toda una esfera de acción de genoma puramente estadounidense, esbozada desde una perspectiva japonesa que no se esfuerza ni un poco en pasar por yanqui. Tan intruso parece Leon, héroe clásico de la franquicia y protagonista de la miniserie, como Capcom y TMS Entertainment a la hora de coproducir desde el país asiático este remedo de incontables cintas de acción americanas con edificios institucionales como objetivo de asedios y pirotecnias varias.
El factor diferenciador, claro, son los zombis. Las marabuntas de no muertos revisten una virtud innegable de Resident Evil: Oscuridad Infinita, bien por su evidente conexión con el pasado de una saga tan prolífica como querida, bien por el impactante efecto estético que provocan. Cadáveres andantes y vivos lucen igual de bien en la serie de Netflix, todos sujetos a un sistema de imágenes generadas por ordenador casi perfecto.
El hiperrealismo gráfico en que la miniserie ancla su propuesta visual es intachable, pese a que, cuando colisiona con otras aristas menos pulidas de la obra, provoca extraños raptos de perplejidad. Es lo que le ocurre a toda la porción de la trama que se ambienta en suelo norteamericano, un contexto físico y psicológico enajenado y excéntrico, edificado las más de las veces sobre estereotipos reproducidos por el cine de género que alejan cualquier pretensión de verosimilitud.
Una vez el nudo se distancia de ese punto ciego, llenándose de conspiraciones e inside jobs, mutaciones rocambolescas y lluvias de metralla —en la línea de los videojuegos menos terroríficos de la marca, los peores—, el cómputo es más digerible. Contribuye la ya mencionada apabullante factura técnica, que, siempre bajo la atenta supervisión de Capcom, llevaba ensayándose durante tres películas.
De hecho, es difícil no percibir Resident Evil: Oscuridad Infinita como una cuarta entrega de ese esqueje cinematográfico (animado, no nos olvidemos de la Jovovich) que, en un punto determinado del plan Netflix-Capcom, se trocea y vende al peso, camuflada como producto nativo de la televisión. Con solo cuatro episodios de veintitantos minutos, una serie no clava las raíces en la tierra, consigue un desarrollo profundo y satisfactorio para sus conflictos dramáticos ni dota de entidad aislada a los capítulos que sustentan su estructura. Hay excepciones, como en casi todo, pero la aventurilla de Capcom no es una.
‘Resident Evil: Oscuridad infinita’ está disponible en Netflix.