Esta crítica se ha escrito después de ver tres episodios de ‘Un mundo feliz’. No contiene spoilers.
De entre todas las distopías, la de Aldous Huxley está en el podio de las más conocidas y, desde esta semana, podemos ver la última de las adaptaciones de Un mundo feliz (en inglés, Brave new world) en Starzplay y llegada desde Peacock.
Imaginemos que el ser humano superara las enfermedades, la necesidad de parir o que pudiera calmar cualquier alteración o dolor con una droga mágica. Ese es el universo de Un mundo feliz, donde sus protagonistas no deben de plantearse demasiadas cosas, todo viene conducido, calmado y controlado. En esa sociedad la gente se ordenaría por categorías, estableciendo una jerarquía que declararía nuestros beneficios y atribuciones; una forma un tanto cuadriculada de asignar derechos y obligaciones de la población.
En ese supuesto no habría contaminación ni carencias y habríamos evolucionado, alcanzando el máximo nivel de civilización. O de algo que dice serlo. Nuestra realidad actual no sería más que un parque de atracciones al que ir en vacaciones a contemplar cómo viven los terrícolas ordinarios. En ese mundo perfectamente artificial colocamos a Lenina Crowne (Jessica Brown Findlay), una mujer en la categoría de B+ que tras un aviso por no ser lo suficientemente promiscua empieza a relacionarse con Bernard Marx (Harry Lloyd), un A+ algo por encima de sus posibilidades.
Y es que todo se valora en esos términos, la gente tiene más o menos probabilidad de estar con alguien según su rango, nuestros oficios vienen determinados por ese mismo rasero que directamente pone un nombre genérico a toda la clase trabajadora no cualificada. Cambian las costumbres y se vuelven mucho más calculadas, una de esas distopías que puedes intuir cómo ha acabado así.
(Fuente: IMDB)
Es curioso que el mundo salvaje (ese parque de atracciones terrícola) sea descrito como algo monstruoso. Es cierto, nuestra realidad es plasmada de una forma cruda y bastante poco confortable, pero no parece que la alternativa mejorada haga realmente feliz a nadie; simplemente viven todo el día chupando caramelos que los hace estar en un estado de permanente inconsciencia y que infantiliza la capacidad del ser humano para enfrentarse al mundo real.
También es curiosa la obsesión por la vida sexual ajena. En ese mundo perfecto la monogamia es una atrocidad incomprensible, junto con el querer tener un hijo o los anhelos familiares. Resulta incómoda tanta atención por el sexo al menos en su arranque; la libertad parece venir marcada por cuánto practicas y con cuánta gente, y la serie decide mostrarlo constantemente. El resto está mal, es un error que hay que subsanar propio de los salvajes.
Si bien entiendo parte de la crítica (hay un mundo más allá de la monogamia) pasa a ser algo terrorífico cuando se convierte en imposición, y repetitivo. Las orgías no son originales cuando es el telón de fondo cuasi fijo. Lo que en otro tiempo hubiera sido una transgresión acaba por ser una provocación hueca meramente estética, y suena un tanto ridículo pensar que el superar la monogamia o la virginidad nos empuje a pensar permanentemente en el sexo. Llega a parecer una caricaturización que empacha.
Por otro lado a sus protagonistas les falta bastante gancho, pese a que entiendo que el hecho de que estén hieráticos no es accidental, es tan extremo que pasa a ser plano e impersonal, dando como resultado una serie algo sosa y necesitada de personalidad. Pasan muchas cosas en sus tres primeros episodios, no es falta de acción o de contenido, es una cuestión formal: en el fondo esos mundos nos están contando poco.
El resultado es una propuesta más bien tímida, que utiliza bien los efectos especiales para mostrar dos postales contrapuestas que no acaban de ser entendidas. Una pequeña pérdida de oportunidad que difícilmente convence del todo.
‘Un mundo feliz’ está disponible en Starzplay.
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