Belén López y Juan Diego Botto son madre e hijo en ‘White Lines’. (Fuente: Netflix)
Esta crítica se ha escrito tras ver los cinco primeros episodios de ‘White Lines’ y no contiene spoilers.
Sexo, drogas y música techno (en vez de rock and roll). La serie White Lines se adhiere a esa fórmula siempre atractiva a los ojos de los espectadores para elaborar un nuevo thriller criminal que busca ser la sensación del momento o, al menos, la serie que todo el mundo ve en Netflix y comenta durante uno o dos fines de semana antes de pasar a la siguiente. Y, aunque apenas ha sido promocionada, tiene bastantes papeletas para conseguirlo (de hecho, ya ha coronado los tops de países como Reino Unido, Alemania, Holanda o Nueva Zelanda).
White Lines comienza el hallazgo del cadáver de Axel Collins (Tom Rhys Harries), un DJ de Manchester que desapareció hace veinte años en Ibiza (ya, de entrada, que el muerto sea un chico resulta refrescante tras la eterna ola de series-de-chicas-muertas que hemos vivido en España). Es entonces cuando su hermana Zoe (Laura Haddock), que ha vivido toda su vida conmocionada por la pérdida, viaja hasta la isla balear para intentar descubrir la verdad y, de paso, encontrarse a sí misma.
Y es precisamente la historia de Zoe lo que vertebra la primera temporada de la serie, pero también su mayor lastre. Porque lo que proponen los guionistas para este personaje son dos líneas que avanzan en paralelo, la de la investigación y la de liberarse, que no siempre casan bien: todo lo que hace, empezando por quedarse en Ibiza, tienen esa justificación grave y dolorosa de conocer qué pasó con su hermano, pero el autodescubrimiento se hace a través del lado más frívolo de la isla, de bailes en discotecas, baños en la playa y polvos salvajes.
La pesadez de la trama de Zoe (y la falta de carisma), sin embargo, se compensan con los aportes de otros personajes, el narco mequetrefe Marcus (Daniel Mays) por el lado británico y, sobre todo, la familia española de los Calafat que tan explosivamente representan Belén López, Juan Diego Botto, Marta Milans y Pedro Casablanc (al que sorprende no ver haciendo de villanísimo, otro punto a favor para la serie). Ellos no dejan de ser el reflejo de tantas familias ricas de culebrón cuyos sentimientos se han podrido por la ambición, pero funcionan bastante bien y reclaman un peso en la trama que no merece la protagonista, arquetipo de la chica con buenas intenciones que contrasta con un ambiente tóxico.
De White Lines no podemos esperar una serie sutil ni exquisita, sino un cóctel explosivo que nos entretenga durante las horas de visionado. Saber qué tipo de series estamos viendo es clave para el disfrute (siempre) y en este caso hay que asumir un guion estridente y con personajes de pocas aristas aunque muy funcionales e interpretaciones irregulares (de nuevo, señalo que los españoles son el mejor lado de la balanza), pero también que no teme a huir hacia delante o a tirarse a la piscina (por ejemplo, cuando es guarra, es guarra bien).
La serie, como sus personajes, tiene muchísimos vicios, pero también sabe divertirse bajo el sol de Ibiza. Y será el espectador quien decida si consume hasta la última dosis o detiene el visionado y se va a desintoxicación.
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