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El cómico es la estrella

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Nacido hace 36 años en el sur de España, Antonio Bret estudia producción de cine y TV pero se dedica, durante dos años, a contar historias de copleros en “Se llama Copla” de Canal Sur. Cinéfago y heterosexual solo de cintura para abajo, es fan de Lucio Fulci, David Cronenberg, Hayao Miyazaki y Mónica Naranjo. También es adicto a los one hit wonders de los 80 y el porno de los 70. Rechaza la depilación púbica y quiere abrazar, un día, a Phil Collins.

Los inicios

1912. La televisión aparecería tan solo 16 años después. El entretenimiento popular masivo, claro está, era aún el cine. En ese año, en los albores de la primera década del SXX, una actriz estadounidense, Mary Fuller, protagonizaba What Happened With Mary, serial mudo de 12 episodios que sentaba los cimientos de lo que, bastante más tarde, se daría en llamar sitcom. Tendríamos que saltar casi cuarenta años, exactamente hasta llegar a 1951, para ver nacer el género con I Love Lucy, protagonizada por Lucile Ball. Como vemos, tanto en el precedente como en la base, hay un elemento común que las une: hay una protagonista absoluta que comparte nombre con la actriz que da vida al personaje. No hay que ser muy avispado para darse cuenta de que así, por un lado, querían mantener la popularidad de la actriz correspondiente y, por otro, prolongar su vida personal hacia la pequeña -o gran, en el primer caso- pantalla. El público se encariñaba con sus actores y actrices preferidos y les gustaba verlos dándose vida a ellos mismos -o con variaciones pero intentando casar el espíritu de su personalidad real con la interpretada en la serie- . Aquí lo que nos interesa, de todos modos, llegaría con la explosión de los cómicos de stand up a partir de la década de los 70. Sentados los preliminares, ataquemos el núcleo duro.

lucile ball y desi arnazLucile Ball y Desi Arnaz en I Love Lucy

El stand-up contemporáneo y la TV.

Una de las secuelas más gratificantes que produjo el fenómeno contracultural de los años 60 fue el florecimiento de otro tipo de cómico, más bestia, más crítico, más político, que se enfrentaba, diametralmente, al artista de vodevil al que la sociedad estaba acostumbrada hasta entonces. Podemos decir que Bob Hope es el paradigma de ese tipo de cómico trasnochado y rancio al que se le llama, por ejemplo, para animar a las tropas, pero en ningún modo para cuestionarlas. Y la sociedad americana sufría una ruptura importante entre el intervencionismo beligerante y pro-armamentístico de los que defendían la invasión vietnamita y la comunidad hippie y pacifista arropada por intelectuales, bohemios, beatniks, músicos, etc, etc. En este caldo de cultivo bullente nace Lenny Bruce, el padre del monólogo tal y como lo concebimos ahora, que más que una sucesión de chistes -como hacían en el vodevil- reflexionaba siempre mediante la carcajada sobre aspectos incómodos de la vida diaria, cuestionándolo todo. Rychard Prior, Steve Martin y George Carlin le siguieron, tejiendo un círculo de cómicos que ya tenían clubes con programación regular a ambos lados de la costa estadounidense, como The Improv o Catch A Rising Star. A la par, gente como Robert Klein o Jerry Seinfeld ahondaban en el humor blanco que resulta de la comedia de observación: lo que en nuestro país hemos explotado hasta el hedor y conocemos como la fórmula “te ríes porque es verdad’’, Klein y Seinfeld la elevaron hasta la categoría de tratado existencial y filosófico: no se preocupaban tanto de las miserias de su podrida sociedad sino de delinear y subrayar nuestra rutina vital, dejándola en el hueso. Así las cosas, el salto a la TV estaba cantado. El Saturday Night Live, cuyas primeras emisiones se remontan a 1975, no tardó en integrar a a cómicos de stand-up y otros, incluso, que nacieron al calor de la TV: a los ya citados Carlin, Pryor y Martin se unía gente como John Belushi, Dan Aykroyd y Chevy Chase -que, lógicamente, tampoco tardarían en dar el salto al cine-. Todo estaba preparado para que cualquiera de estos cómicos tuviese una oferta para protagonizar su propio show, su propia sitcom. Y la década de los 80 fue la que dio el pistoletazo de salida.

George Carlin en plena actuación

La hora de Bill Cosby, la estrella es el cómico.

La Hora de Bill Cosby no fue la primera sitcom en tener como eje principal a un cómico célebre de stand-up comedy. Antes estuvieron, por ejemplo, Sanford and Son, interpretada por Redd Fox, The Bob Newhart Show, emitida por la CBS entre 1972 y 1978 o Mork & Mindy en el que aparecía, en todo su glorioso e hipervitaminado esplendor, un joven Robin Williams que daba vida a un extraterrestre. Sin embargo, en ninguna de ellas aparecía integrado en el corpus del personaje el discurso propio de los shows del cómico. En eso fue pionera La Hora de Bill Cosby: Marcy Carsey y Tom Werner, dos ejecutivos de la ABC, propusieron a Bill Cosby adaptar sus shows al formato televisivo en formato sitcom. Más en concreto, una parcela de uno de sus shows, el irrepetible Himself -editado en DVD-, en la que hablaba sobre como criar a los hijos. Cosby sería, pues, un médico, padre de familia de clase media-alta -más bien alta, no nos engañemos- pero Cosby, al fin y al cabo. No un extraterrestre. El discurso del cómico no dejaba de ser, en este caso, un reflejo de sus pensamientos, más o menos distorsionados, pero propios, en última instancia.

La Hora de Bill CosbyImagen promocional de La Hora de Bill Cosby

La Hora de Bill Cosby es, incluso a día de hoy y habiendo pasado 30 años desde su estreno, una de las comedias de situación de más éxito de todos los tiempos. Duró en antena ocho temporadas, desde 1984 a 1992, en el canal NBC. Todo lo que os cuente de La Hora de Bill Cosby podrá sonar rancio o pasado de moda, pero en aquel entonces supuso toda una revolución. Estamos hablando de los años 80 y ver en prime time a una familia afroamericana no era plato de buen gusto para todos. O eso parecía. Bill Cosby era un comediante con un timming asombroso y una capacidad maravillosa para equilibrar la comedia física y el punzante analisis sociológico, eso sí, sin escandalizar a nadie y con un profundo poso moralista y conservador. También ayudó que se representara a una familia de clase acomodada, en un barrio de lujo, en una casa de ensueño y que materias, digamos, un poco más escabrosas, como el sexo o las drogas, se tocaban pero desde un prisma amable y familiar. El tema racial, obviamente, se evitaba, más tratándose la ABC de uno de los cuatro más grandes canales de todo Estados Unidos. En la serie, Bill Cosby daba vida a un ginecólogo casado con una afamada abogada con la que tenía cinco hijos -en la vida real también-, cinco estereotipos bien definidos: la resposable, la hippie rebelde -Lisa Bonet, que dejaría a más de uno boquiabierto con ese polvo salvaje que echaba con Micky Rourke en El Corazón del Ángel y que levantó más de una ampolla- el malote con buen fondo, la adolescente responsable con los problemas típicos de su edad, y la niña, claro, el personaje que no puede faltar en ninguna comedia de situación si te quieres ganar al público de toda la familia con sus gracietas y ocurrencias. Su éxito fue tal que Bill Cosby se convirtió en el actor de TV mejor pagado de la historia e hizo que la sitcom resurgiera como producto de éxito masivo, instaurando el género que, a partir de ahora, llamaremos ‘’Afroamericanos sin problemas”: a la supremacía racial del blanco en todos los aspectos del entretenimiento televisivo se le dio la vuelta y empezaron a surgir series protagonizadas exclusivamente por negros, la misma cara de una moneda terrible que le sigue la corriente al prejuicio racial y no es capaz de entender que la mezcla, a todas luces, sería la mejor vía para normalizar la situación de razas y no seguir disgregándola: El Príncipe de Bel Air o Cosas de Casa, entre otras, sobre todo esta última, trivializaron lo bueno que tenía La Hora de Bill Cosby, que era mucho, rebajando el cinismo y la ironía a la altura de un merengue bien dispuesto. No obstante, ninguna de las series posteriores y nacidas bajo el amparo de La Hora de Bill Cosby la superó: aún permanece hoy fresca y vigente, por mucha moralina, apología brutal de la familia y conservadurismo que tuviese.

Roseanne, los tiempos cambian.

En 1987, cuando La Hora de Bill Cosby se encontraba en pleno apogeo, los dos ideólogos de aquella, Marcy Carsey y Tom Werner, ejecutivos de la ABC, seguramente alentados por el éxito de una sitcom protagonizada por una familia, probaron suerte tanteando a otro cómico de stand-up, esta vez una mujer. Rosseane Barr comenzó en Los Ángeles, donde actuaba en The Comedy Store y fue invitada a participar en late nights de la talla del de David Letterman o The Tonight Show en 1985. A partir de ahí, su salto regular a la TV fue inminente, primero de la mano de HBO en el especial The Roseanne Barr Show por el que obtuvo varios premios y en el que ahondaba en un papel que ella mismo acuñó como ‘’diosa doméstica’’, postura feminista cuyo principal foco de denuncia era la situación social de las amas de casa: su postura era desafiante, belicosa y supuso todo un soplo de aire fresco en el dominante mundo masculino de la stand-up comedy.

RoseanneImagen promocional de Roseanne

Así las cosas, la ABC tenía claro que quería dar otro golpe de efecto a las comedias de situación, esta vez de un modo más adulto. Roseanne daba vida a una obesa madre de familia, casada con un patán obeso también, interpretado por John Goodman, contratista de oficio. Ambos mantenían, a duras penas, a tres hijos, dos chicas y un niño. La clave de la serie estaba en darle la vuelta a la tortilla a La Hora de Bill Cosby: ahora se trataba de una familia de clase media-baja, blanca, puritito white trash, en el que Roseanne, que manejaba el cotarro económico, tenía que hacer malabares para llegar a fin de mes. Aún siendo la ABC, Roseanne se atrevía a tratar más duramente temas sociales, incluso incorporó personajes homosexuales, algo insólito en las sitcoms de la época. Supuso una ruptura, también, con el canon estético y patriarcal imperante en la TV, incluso podría considerarse insólito hoy día, al dar protagonismo a una mujer gorda que, ni por asomo, podría calificarse como belleza, o siquiera agraciada y que era la voz cantante de una familia en la que la figura paterna no era más que un pelele, una rémora que casi más que aportar estorbaba -¿alguien ha nombrado a Homer Simpson?-.

Roseanne se mantuvo en antena nueve temporadas. La causa de su cancelación nunca fue del todo aclarada. El caso es que Roseanne, tras globos de oros, Emmy’s y multitud de premios más, será recordada como una rara avis dentro del panorama televisivo contemporáneo, al dar voz a quienes suelen estar calladas por imperativo machista en una cadena mainstream como la ABC.

Seinfeld: la sitcom elevada a la categoría de arte.

NBC, la cadena americana que vio nacer el Saturday Night Live, origen y colegio de numerosos cómicos, provenientes o no del stand-up, o del Tonight Show de Jay Leno y el Late Night de David Letterman, no podía quedarse de brazos cruzados viendo como una de sus principales competidoras, la ABC, se llevaba el gato al agua con Bill Cosby y Roseanne. Si bien es cierto que, gracias al éxito de la serie del cómico afroamericano, las dos series emblema de la cadena por aquel entonces vieron como sus audiencias subían como la espuma (tanto Enredos de Familia, con un jovencísimo Michael J. Fox, como Cheers comenzaron con cifras mediocres) no fue hasta la aparición de Seinfeld que la cadena no tuvo, por fin, un producto propio a la altura.

Jerry Seinfeld es un cómico de manual: judío, neurótico, obsesionado hasta la extenuación con pasar por su particular visión del mundo cualquier nimio detalle de la conducta humana. En 1987, junto con su inseparable compañero Larry David -también judío y también neurótico, pero con un punto misántropo que lo emparentaba más con kamikazes como George Carlin o Rychard Pryor- desarrollaron la idea de crear una comedia de situación rompedora, que supusiese un punto y aparte en todo lo que, hasta el momento, se hubiese visto en televisión: se trataba de hacer una comedia sobre la nada, entendiéndose la nada como ese conjunto de elementos cotidianos y rutinarios que nos atacan diariamente y que pueden derivar hacia el más absoluto de los caos. Los protagonistas de la serie serían el propio Seinfeld, dándose vida a él mismo, Jason Alexander, interpretando al sosias de Larry David, George Costanza, y Michael Richards, aportando el tono excéntrico, clown y surrealista dando vida a Kramer, personaje basado en un vecino de Larry David. Elaine, ex-novia de Jerry e interpretada por Julia Louis-Dreyfus, formó parte del elenco tras rodar el piloto, pues la NBC quería un personaje femenino recurrente y no una aportación episódica más. El piloto se emitió el 5 de julio de 1989 y no tuvo demasiada buena acogida. Mucho localismo entre Nueva York y los judíos, será difícil de vender al público, pensó parte del equipo del canal. Finalmente, uno de los productores de la serie, Rick Ludwin, convenció al resto de que una serie así podría calar en el espectador, que se trataba de un producto de largo recorrido más que de chiste rápido y fácil. Se grabaron cuatro episodios más. La leyenda no había hecho más que comenzar.

Seinfeld es una serie posmoderna e insólita que, a día de hoy, mantiene toda su frescura intacta. Experimentaban con la narrativa y sus posibilidades en el formato televisivo, como en el episodio de El Restaurante Chino -segunda temporada-, que cuenta, en tiempo real como Seinfeld, George y Elaine esperan durante veinte minutos en el hall de un restaurante a que les toque el turno de mesa. Cuando los ejecutivos de la CBS vieron el guión de ese episodio se negaron a rodarlo, dudando del aguante del espectador, al tener que enfrentarse a un episodio contado en tiempo real, en un único escenario, y sin que Kramer, el favorito de la audiencia, hiciese acto de presencia. Larry David amenazó con dejar la serie si ese episodio no se emitía. Los ejecutivos cedieron y acabó siendo un éxito crítico sin precedentes, ocupando un puesto preferente, a día de hoy, en todas las listas de ‘’mejores episodios de todos los tiempos’’. Otro episodio legendario y que recogía el legado del anterior es The Parking Garage, en el que el cuarteto se pasa todo un capítulo buscando el coche que Kramer ha olvidado en el parking de unos grandes almacenes. En una pirueta metalingüística, durante la cuarta temporada, la NBC le ofrece a Seinfeld hacer una serie sobre su vida, suponiendo esta trama el primer arco argumental de la serie que ocupaba más de un episodio y suponía, inclusive, un retrato, con cierto veneno, de las intestinas intrigas que rodeaban la creación de una serie en una cadena comercial. Todo palabras mayores para quienes intentaban abrir nuevos horizontes en el mundo de la comedia.

En la séptima temporada, Larry David abandonó el barco y las dos últimas temporadas prescindieron del monólogo inicial de Seinfeld y sus tramas incluían, incluso, toques de fantasía. Queriendo dejarlo en la cima del éxito, Jerry rechazó un contrato de 110 millones de dólares -se dice pronto- para firmar por una décima temporada. El último episodio volvió a contar con la pluma de Larry David y fue visto por una audiencia de 76 millones de espectarores, convirtiéndose en el tercer episodio final con mayor audiencia de la historia, con M*A*S*H y Cheers a la cabeza. Para el que esto suscribe, Seinfeld es la mejor comedia de situación de la historia de la TV.

Louie, el terrorista emocional.

Entre 1998, año de emisión del último episodio de Seinfeld y 2010, año en el que se estrenó Louie, pasaron doce años. Una docena en el que la presencia de cómicos de stand-up en las sitcoms fue, prácticamente, invisible: podemos rastrear Curb Your Enthusiasm en HBO, creada por una de las almas de Seinfeld, Larry David, y que puede considerarse como una prolongación formal y de contenido de ésta o The Sarah Silverman Program en Comedy Central, que apenas tuvo repercusión. El interés renovado por las series, auspiciado por un nivel cualitativo como no se había visto nunca, no significó, en modo alguno, que la comedia de escenarios tuviese representación alguna. Hasta, como hemos citado antes, Louie.

Imagen promocional de LouieImagen promocional de Louie

Louis C.K. -nacido Louis Szekely- es el último kamikaze norteamericano que ha conseguido trascender el underground y los locales de mala muerte y hacerse un nombre en la industria, más o menos, mainstream. Heredero de la misantropía y el nihilismo de Lenny Bruce, Louis C.K. atenta contra los actos íntimos del espectador, exponiendo sus miserias, amplificándolas, desnudándolas de cualquier artificio que pudiese edulcorarlas, con un lenguaje muy crudo, y metiendo el dedo en la llaga hasta no solo hacer sangre, sino daño, mucho daño. Digamos que agarra la comedia de observación inaugurada por Seinfeld y la sodomiza, vomitándola sobre el escenario y dejando su esqueleto ridículo, ejerciendo como catársis inevitable y balsámica en estos tiempos turbios que estamos viviendo. No es un cómico al uso, no creo, incluso, que su intención última sea la de hacer reír. Más bien pinta con brochazos gordos aspectos de nuestra vida que la sociedad prefiere ver bien delineados o, directamente, alejados de cualquier reflexión. La educación de los hijos, el sexo a los 40, el divorcio y su relación con las mujeres delimitan un microcosmos en el que cualquiera, y repito lo de cualquiera porque aquí está la clave de su popularidad, puede verse reflejado y, por ende, atentando, humillado y ofendido. Louis C.K. es un terrorista emocional que se limita a poner en palabras lo que a ti te avergüenza reconocer, como que eres mejor haciéndote pajas que cuidando a tus hijos.

El precedente de Louie fue Lucky Louie, un intento de sitcom a la manera clásica, con público en directo, que Louis C.K. diseñó para la HBO en 2006 y que terminó cancelada tras su primera temporada. 4 años después, el canal FX le encargó una nueva serie de la que sería director, montador y protagonista absoluto, trasladando su imaginario tomando prestada la estructura de Seinfeld -monólogo inicial y final incluído, la ‘’comedia sobre la nada’’-. Armó una serie nada convencional, en el que no solo no había arcos argumentales, sino que se trataba de postales absurdas en las que él y sus amigos y familiares se veían envueltos. Para acentuar ese ambiente enajenado y ridículo se permitía, incluso, la licencia de cambiar actores para un mismo personaje, y su mujer, ahora blanca, en otro episodio podría ser negra, como acentuando lo voluble y efímero de nuestra vida. En la cuarta temporada, la serie sufrió un giro hacia el drama woodyalleniano en el que, quizás, no se encuentre tan cómodo como con la risa. De todos modos, es de admirar que Louie C.K. amplíe sus miras e intente socavar las convenciones sociales de un modo menos agresivo. Seguro que toda esta temporada es un experimento para su inminente salto al cine. Y nosotros, encantados de ser sus cobayas.

Legit: el último representante.

Lo mejor que le puede pasar a la carrera de un cómico es que un chalado intente abrirle la cabeza a puñetazos durante uno de sus shows y después decida incluir el suceso en el DVD de la gira. Eso fue lo que le pasó al australiano Jim Jefferies en 2007 en The Comedy Store de Manchester. De ahí a un especial en HBO. El humor de Jefferies es cafre, grosero y políticamente incorrecto. Un sello propio es el de cocerse a cervezas durante sus shows, incluso lo tiene como running gag: en todos sus espectáculos, las bebidas van desapareciendo y apareciendo y los vasos vacíos se acumulan como trofeos. Es un personaje que se atreve a ir más allá, considerando incluso el insulto y adoptando roles machistas y racistas solo para dejar en evidencia a los que así son y, de paso, denunciarlos.

Imagen promocional de LegitImagen promocional de Legit

Legit se estrenó el año pasado en el canal FX solo durante su primera temporada, para pasar a la subsidiaria de ésta FXX para la segunda y última, pues en mayo se decidió ponerle punto y final. Y es una pena. Es una pena porque, a pesar de lo que pudiese parecer por el tipo de humor que trabajaba Jefferies, Legit suponía un retrato humanista y nada externo de ternura -como en el caso, bastante similar, de Derek de Ricky Gervais- en el que Jefferies daba vida a sí mismo y su relación con dos amigos, uno divorciado y el otro su hermano, discapacitado en silla de ruedas, interpretado por DJ Qualls. Lo que podría haber sido otro ejemplo más de ese humor incorrecto basado en la mofa con deficientes físicos y mentales, se revelaba como un artefacto tierno y conmovedor que profundizaba en la teoría -mía y supongo de alguno más- en el que solo alguien que tiene una enorme sensibilidad es capaz de hacer chistes con el cáncer y no caer en el insulto o el daño gratuito.

Jefferies, al igual que Louie o Seinfeld, o incluso Roseanne y La Hora de Bill Cosby, son necesarios en una sociedad para que no enferme, una sociedad que sepa reírse de si misma y use la comedia como mejor arma contra los complejos, la inseguridad, la falta de confianza. Veremos qué nos aguarda este siglo y cuales serán los hijos de Louis C.K. o Jim Jefferies, esos bufones cuyo servicio público es tan poco reconocido por la alta cultura y que tanto bien nos hace a todos.

fds

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