Si metes a una rana en una olla de agua hirviendo, saltará enseguida y escapará. Si, por el contrario, la metes en agua fría y vas calentándola poco a poco, no se dará cuenta de la subida de la temperatura y morirá cocida. Los Levin de La conjura contra América están en ese baño templado que se calienta cada vez un poco más. Empieza con Sandy, el hijo mayor, obsesionado con Charles Lindbergh por sus proezas aéreas, con Herman, el padre, ciegamente convencido de que Estados Unidos jamás elegirá a un presidente tan abiertamente xenófobo y filonazi y con Evelyn, la tía, colgada de un rabino colaboracionista porque es el primer hombre que la trata bien. Todos sabemos cómo termina. El miedo de Bess, la madre, no está infundado.
La miniserie se ha tomado su tiempo para presentar a la familia Levin de judíos de Nueva Jersey y a esa sociedad estadounidense de 1940 solo tangencialmente alternativa. Los hemos visto como una familia bastante del montón de aquella época, con el padre y el sobrino de su mujer obsesionados con el béisbol y las noticias radiofónicas y la esposa preocupada de que los niños no oigan ninguna conversación “de mayores”. Esos niños juegan con sus amigos en la calle y, para ellos, es muy normal ver a sus padres hablar en los porches con sus vecinos, por la noche.
El tercer capítulo introduce el concepto de asimilación, y aquí es donde se pone interesante todo el trabajo de presentación que han hecho David Simon y Ed Burns. Ya hemos visto antes a Herman y Bess visitar una casa que quieren comprar en un barrio mayoritariamente protestante; Bess enseguida se fija en que no hay niños por la calle y los vecinos mantienen las distancias unos con otros. A él le gusta la casa y quiere hacer una oferta por ella porque le parece que es un signo de estatus, de que está avanzando socialmente, pero a ella le da mala espina la atmósfera del barrio. Con esto queda claro que Bess sabe leer mucho mejor las emociones mayoritarias de la sociedad que su tozudo marido.
Con esto se ha establecido que los Levin son tan estadounidenses como esas familias protestantes, pero tienen unas características propias de su religión y su cultura, igual que las tienen los baptistas o los luteranos, que era la confesión que profesaba Lindbergh. Sin embargo, solo esas características propias de los judíos se ven como “extranjeras”, peligrosas y antiamericanas, así que hay que “asimilarlos”, hay que conseguir que las dejen atrás y adopten las costumbres que se ha considerado que son las únicas de verdad americanas.
Los espectadores ven todo eso, ven que ese programa de asimilación que se vende como una oportunidad para que los chicos judíos de ciudad conozcan el campo con familias de buenos estadounidenses blancos del sur, no es más que una maniobra de opresión, uno de esos aumentos graduales de temperatura en el agua como que echen a los Levin del hotel en el que se alojan en Washington. Nadie les da una explicación. No hace falta.
El drama en el inicio de La conjura contra América es que Herman no ve nada hasta que no es demasiado tarde, hasta que Lindbergh no es presidente, su hijo Sandy insiste en ir con una de esas familias y no experimenta de primera mano el antisemitismo que el gobierno ha sacado a la luz en su visita a la capital de la nación. Herman se ha convertido en la rana.
Crítica: ‘La conjura contra América’, relevante y efectiva en su cotidianidad
La miniserie de HBO adapta una novela de Philip Roth sobre unos EE.UU. alternativos con un gobierno fascista en los 40fueradeseries.com