Una imagen de la cuarta temporada de ‘Wynonna Earp’. (Fuente: SYFY)
Hace unos días, Vanity Fair publicaba una columna en su edición estadounidense que se preguntaba si, con la tendencia cada vez más acusada a que las series tuvieran temporadas muy cortas y se terminaran antes de ver en el horizonte la quinta entrega, la ficción televisiva no estaba autosaboteándose a conciencia. La columna recogía las declaraciones de un showrunner que describía la situación diciendo que: “cuatro temporadas parecen un milagro. Igual te dejan continuar si la serie recibe premios o si la produce su propio estudio, pero en general, quieren matarte en tres temporadas”.
Maureen Ryan, la autora del texto, expresaba su decepción con este nuevo modelo televisivo porque impedía algo que era muy habitual en aquellas largas temporadas de las networks como capítulos excéntricos y especiales que se hacían porque, a 22 episodios por año, había tiempo de probar cosas diferentes y, sobre todo, coartaba la parte fundamental de la supervivencia de una serie: la conexión de los espectadores con sus personajes.
Las razones detrás de esta tendencia son muchas y no vamos a tocarlas aquí, pero esa consecuencia sí es muy notable. Porque, al menos bajo mi punto de vista, que te enamores de los personajes es lo que distingue a las series de las películas. En estas, una trama potente puede sostener sin problemas dos horas de visionado aunque sus protagonistas sean endebles. Eso, sin embargo, es la muerte de cualquier serie. Las ficciones de Marvel en Netflix, por ejemplo, jamás tenían historia para llenar trece capítulos por temporada. Las que aguantaban eran las que tenían buenos personajes al frente (por eso Iron Fist era la nada).
Y esos personajes tienen la capacidad para dejar grandes momentos si tienen tiempo para desarrollarse, para crecer, para que los guionistas vayan explorando sus partes más oscuras. Walter White tiene el estatus del que disfruta ahora gracias a que Vince Gilligan y los suyos tuvieron el lujo del tiempo en Breaking Bad, de contar su viaje durante cinco temporadas y 62 capítulos. Con el modelo que está imponiéndose actualmente, quién sabe si Heisenberg habría tenido el peso que adquirió.
Reencontrarte todas las semanas con esos personajes te lleva a desarrollar una familiaridad con ellos, incluso a acabar viéndote reflejado en alguno. Esa conexión emocional con el espectador es lo que facilita que series como Wynonna Earp regresen literalmente desde los muertos y que se genere un fandom reseñable alrededor de otras. Las series requieren tiempo y paciencia para que funcionen de verdad. Los clímax emocionales y las revelaciones en la trama no tienen el mismo impacto en 50 capítulos que en seis, y la exploración de los personajes no puede alcanzar la profundidad que acaba convirtiendo a algunos de ellos en clásicos. Las series son un maratón, no una carrera de 200 metros lisos.
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