Jonathan Groff y Anna Torv, en la primera temporada de ‘Mindhunter’. (Fuente: Patrick Harbron/Netflix)
Existe una muy manoseada cita de Nietszche que advierte que quien lucha contra monstruos debe tener cuidado de no acabar convertido a su vez en un monstruo. Se emplea mucho al hablar de ficciones de asesinos en serie y de los policías que los persiguen porque el juego psicológico entre unos y otros es una parte fundamental de la historia; no sólo se cuenta la investigación para detener al psicópata sino, también, cómo afecta al detective encargado de ella.
Mindhunter es un buen ejemplo de esto. La serie se centra principalmente en las entrevistas que los agentes Holden Ford y Bill Tench realizan a asesinos encarcelados para averiguar qué los impulsaba a actuar de aquella manera, qué sentían al matar, torturar y violar y cómo eran los entornos de los que provenían. Su objetivo es comprenderlos, establecer perfiles de los distintos tipos de asesinos seriales que se encuentran y, finalmente, diseñar unos protocolos de actuación que puedan aplicarse en casos abiertos como el de los niños de Atlanta que investigan en la segunda temporada.
El nacimiento de la Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI (puesta de moda por El silencio de los corderos) se encamina a la detención más pronta posible de esos criminales, pero como nos enseñaba Hannibal con Will Graham, para atraparlos hay que aprender a pensar como ellos. Y eso deja secuelas.
Holt McCallany, como Bill Tench. (Fuente: Patrick Harbron/Netflix)
En el caso de Mindhunter, las consecuencias que el contacto tan cercano con los pensamientos y los sentimientos de los asesinos en serie acarrean en sus protagonistas son muy importantes, hasta el punto que cada uno de sus personajes representa una faceta característica de esos psicópatas. Es como si Ford, Tench y la doctora Wendy Carr fueran un asesino serial fragmentado en tres.
La vanidad, la compartimentalización y la familia
Holden Ford, por ejemplo, representa la vanidad, el ego de esos psicópatas que quieren verse reconocidos en los medios. El reconocimiento puede ser, simplemente, que sus actos reciban una gran cobertura, que la policía los tome en serio como enemigos de altura y que el público los tema, y esa sensación no es demasiado diferente de Ford queriendo presumir de lo novedoso de sus métodos, de cómo él tiene la solución casi mágica para encontrar a un asesino que esos policías cortos de miras son incapaces de detener.
En la primera temporada, ya vimos que Ford se deja llevar demasiado alegremente, y casi inconscientemente, por los progresos que logran con asesinos educados y que saben expresarse bien como Ed Kemper. Acaba atrapado en su tela de araña, lo que provoca unas consecuencias que se aprecian al principio de la segunda entrega, y en ésta, además, se expone de manera más clara lo snob y vanidoso que Ford puede llegar a ser ante sujetos que considera inferiores a los estándares de su estudio. El asesino BTK buscando notoriedad con sus cartas a los periódicos de Kansas es bastante similar al joven agente dejándose llevar por su impulso de impresionar al comisionado de policía de Atlanta con unos perfiles psicológicos que él no quiere oír.
Parte de la temporada 2 transcurre en Atlanta. (Fuente: Netflix)
Por otro lado, ese mismo asesino al que vemos al principio de casi todos los capítulos comparte otra característica con, este caso, Wendy Carr: la compartimentalización estricta de una parte de su vida. Es también en la segunda temporada cuando se explora más, pero ya en la primera se aprecia que el exterior perfectamente compuesto y profesional de Carr es, más que una máscara, una armadura que mantiene completamente apartada de su vida pública su orientación sexual.
El problema es que la desconexión entre la Wendy del trabajo y la Wendy de su esfera privada es tan acentuada, que no consigue desarrollar relaciones íntimas verdaderas. Cada aspecto de su vida está encerrado en compartimentos estancos. Le resulta muy útil para comprender a algunos de los sujetos del estudio, pero es muy poco beneficioso para ella como persona.
En la segunda temporada hay un personaje que explicita esa desconexión entre interior y exterior en la doctora Carr al decirle que, por sus análisis de los asesinos, no esperaba encontrarse a esa mujer seria y elegante cuyas blusas con lazos y sus faldas rectas están pensadas demasiado cuidadosamente.
Y luego está Bill Tench. Las consecuencias para él están en su entorno familiar y, sobre todo, en su hijo. Adoptado cuando tenía tres años, Tench y su esposa se desviven por darle un ambiente acogedor, por ayudarle a integrarse en el colegio sin presionarlo, pero el niño exhibe de vez en cuando unos rasgos desconcertantes y que, bajo cierto prisma, resultan además inquietantes.
(Fuente: Netflix)
Por mucho que se esfuerza, Bill es incapaz de conectar con él, de saber qué piensa o qué siente. Sin entrar en terreno de spoilers, el pequeño Brian representa la vieja discusión entre lo innato y lo aprendido, sobre la importancia que el entorno tiene en el desarrollo emocional de una persona o si, en realidad, el comportamiento de esa persona está marcado desde su nacimiento.
Los aspectos que a los tres les interesan más de su estudio de los psicópatas están representados en ellos mismos y, en ocasiones, son conscientes de ello. El paralelismo es, a veces, muy evidente y pone el foco en lo que a Mindhunter le interesa más, que es esa autoconsciencia de sus protagonistas de que la oscuridad en la que viven sumergidos en su trabajo mancha también su vida personal. Y es una mancha que se extiende sin que puedan evitarlo.
‘Mindhunter’ está disponible completa en Netflix.
Crítica: ‘Mindhunter’ regresa como se fue en su temporada 2
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