Dada la frontalidad habitual de su creadora en el activismo feminista, algunos (detractores, probablemente) podrían esperar que Vida perfecta, la serie de Leticia Dolera, se alejara de las historias mundanas, de la mujer real, para acercarse más a la forma de un manifiesto. Pero nada más lejos de la verdad: la serie reivindica, sí, pero sus mensajes no están cimentados sobre un vacío. La obra de Dolera es un muy buen producto, y las imágenes de la mujer que proyecta son muy complejas.
Vida perfecta, recién aterrizada en Movistar+, cuenta una historia muy concreta, de unos tipos de mujeres determinados con problemas específicos. No es universal, sino tremendamente personal y, sobre todo, generacional. Junto a Júlia ist, la película de Elena Martín (directora de varios episodios de la serie), la obra de Dolera se suma al esfuerzo por dar cuenta de la experiencia vital de la mujer blanca en una crisis de cambio. Y lo hace de maravilla.
Su representación de la mujer se basa en las oposiciones, un puñado de paradojas y oxímoron que generan autoimágenes muy críticas, pero también honestas. Los personajes sobre los folios del guion se convierten en personas reales, indecisas, contradictorias… La vida misma, vaya. La primera de ellas es hasta poética: la vida y la muerte, surge un embarazo y muere un anciano. Después de eso llegan el disfrute adulto de las drogas dentro de un infantil castillo hinchable, el talento pictórico frente a la total negligencia en Instagram, o la más desoladora de todas: bailar trap llorando.
Pero hay otra perspectiva desde la que Vida perfecta se revela brillante: el sexo. La teórica británica Laura Mulvey, clave para entender la crítica feminista de las imágenes en pantalla, recogió las ideas del psicoanálisis para pensar cómo el audiovisual narrativo está preconfigurado para mostrar sistemáticamente a las mujeres como objeto de disfrute para la mirada masculina. Si analizamos desde algunos de sus conceptos (no todos sirven, pues su materia de trabajo era el cine y no la tele), Vida perfecta aparece ante nosotros como una representación increíblemente feminista del sexo.
El deseo en pantalla
A la hora de plasmar el deseo en pantalla (que tiene un especial peso hacia la segunda mitad de la temporada), las directoras de Vida perfecta encuadran revolviéndose contra esas imposiciones patriarcales que señalaba Mulvey. En las numerosas escenas de masturbación femenina hay placer, sí, pero la cámara no registra un espectáculo que mirar, sino más bien un proceso fisiológico. Plano de la mano, plano de la cara. Un estímulo, una respuesta.
Esta presentación de la mujer compartimentada se opone en cierto modo a un rodaje de la escena al completo para placer, entre otros, de la mirada masculina. El deseo que comporta la imagen no es el de una mirada voyeurista, sino el de una identificación más natural, más líquida. De hecho, prácticamente el único sexo engorroso de la serie, el de Cris y su marido en los primeros episodios, queda recogido en un plano general que no es especialmente erotizante. Los patrones están ahí, y quien quiera leerlos los encontrará: la serie contempla lo cotidiano con una sonrisa amable, pero sus imágenes son de revolución.
La primera temporada de ‘Vida perfecta’ está disponible completa bajo demanda en Movistar+.
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