Clay Jensen en una imagen de la tercera temporada (Fuente: Netflix)
Cuando publicamos la crítica a los primeros episodios de la tercera temporada de Por trece razones ya anunciaba que la ficción no estaba sabiendo acomodarse a su género, fuera cual fuera. Con el final de la segunda temporada entendí que abrazaba el mamarrachismo, ese hacer young adult sin complejos, sin miedo a los límites y sin tomarse muy en serio.
Actualmente, encontramos múltiples títulos que juegan en esta liga con resultados notables. Son los culebrones para los jóvenes, y los no tan jóvenes, que seguimos semana a semana un teatrillo en el que todo se autoparodia, y cuanto menos sentido tengan las tramas, más natural queda. No pretenden dar lecciones morales, el bien y el mal están separados por esa línea extraña en la que Steven Seagal es bueno aunque mate a 20 con un cortauñas porque lo hace por el bien de la democracia.
Hablamos de Riverdale, de Pequeñas Mentirosas, de Ligera como una pluma y, hasta si me apuras, de sagas épicas como Cazadores de sombras. Los buenos hacen lo que sea necesario por perseguir su meta. Y en casi todos los casos, la serie habría acabado en el minuto uno con una sola recomendación: cuando tengáis un problema, acudid a un adulto de confianza. Pero no han venido a solucionar nada de nuestras vidas, sino a hacérnoslo pasar bien. Y en ese contexto, no sólo todo está permitido, sino que es alentado.
Y un buen día llega Hannah. Ella sí tiene un problema de verdad. Y sí nos está hablando de una serie de dificultades por las que se pasa en la adolescencia en muchos casos y que, llevada al extremo, puede suponer el mayor de los problemas. Entonces nos ponemos serios y reclamamos toda la exigencia que no hemos pedido hasta el momento. Porque no son el mismo tipo de producto.
(Fuente: Netflix)
El de Por trece razones es amargo incluso cuando hay pequeñas victorias. Porque la vida real es así de jorobada y la adolescencia es, en más casos de los que debería, un momento horrible. El lema todo mejora debe abrazarse y servir de ancla para no perderse. Y en ese contexto, las escenas explícitas se miden y acompañamos los episodios con una advertencia que haga saber a la chavalería que el mundo les ha preparado recursos para no estar solos.
El punto es que, cuando uno quiere dar lecciones de moral, debe ser exquisito. Y ahí, los chascarrillos con sobradas tienen poco lugar. Porque el espectador debe saber en todo momento cuáles son las reglas del juego. Y si me has advertido que voy a ver cosas reales, no podemos normalizar el alcohol sin freno y de forma cotidiana, la cocaína, vivir con 16 años con la independencia de un treintañero o pensar que yo puedo contra el mundo y la policía.
Porque mi yo con 16 años no entendería por qué por las noches se echa dos cervezas y juega al Risk en lugar de estar ciega de drogas duras en orgías sin freno. A fin de cuentas, la serie esa tan seria que venía a hablarme del suicidio lo ponía como normal y corriente. ¿A qué jugamos?
Y por eso, hoy aún no hay una crítica completa de la tercera temporada de Por trece razones. Porque me bajo del tren. Si venimos a hablar en serio a los adolescentes, a mirarles a los ojos y pretender explicar cosas complejas que se viven cuando aún no estás preparado para lo que viene, hagámoslo. Si vamos a jugar a la fantasía y a los modelitos imposibles en aventuras sin control, perfecto. Pero los puntos intermedios confunden. Y son peligrosos.
Mientras, permaneceré a la espera de la próxima temporada de Riverdale. Donde todo está permitido, pero todos tenemos claro que no vienen a dar lecciones.
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