Y la guerra volvió a estallar este fin de semana. Señores cabreados contra wokes eran, de nuevo, los contrincantes, el campo de batalla, por supuesto, era Twitter y el objeto de disputa, nada menos que Bola de Dragón (o Dragon Ball si lo prefieres, aunque en mi casa se llamaba simplemente «Goku»). La mecha la encendía una noticia que decía que la televisión valenciana À Punt había desestimado la petición de redifundir el popular anime (allí, Bola de Drac) por «la legislación de género, el código de valores de contenidos infantiles y el precio».
Esto último, el precio, es posiblemente el mejor de los argumentos -señalaban que preferían destinar el dinero a empresas valencianas, lo cual tiene todo el sentido del mundo-, pero a nadie pareció importarle. Tampoco la noticia en sí, sino el pretexto para comenzar a hostiarse. Verbalmente, claro. Escondidos detrás de una pantalla, un nickname y una foto de perfil que garanticen el anonimato, por supuesto. «¡Pero cómo va a ser Goku violento!, ¡pero cómo va a ser Bola de Dragón machista!, ¡maldita generación de cristal!». Otra vez, que si la abuela fuma.
Yo, que reconozco que soy muy de entrar al trapo en polémicas tuiteras (ay, el salseo de la vida), con estas ya he aprendido a quedarme en la grada a ver cómo los leones se comen a los gladiadores, porque es bastante absurdo. Sin embargo, me fascina una cosa: la resistencia de algunos a que el mundo siga girando, el tiempo avance y la sociedad evolucione. Y el pánico a que sus valores fundacionales, esos que muchas veces sintetizan en «MI INFANCIA», se desmoronen como un castillo de naipes. Debajo de estas pataletas subyace un pánico real: ¿si Goku era violento y machista significa que yo, que crecí siguiendo sus hazañas y admirándole, también lo soy?, ¿soy lo que soy por el niño que fui y que vio televisión? Ahí encontramos el picorcillo.
La obstinación y el miedo ante la revisión de nuestros iconos infantiles es comprensible: el proceso mental es similar a cuando, en terapia, te das cuenta de que tus padres son personas mundanas como cualquier otro y no seres supremos sapientísimos e intocables. Y a veces es más sencillo mirar para otro lado y no remover cosas que nos hagan plantearnos quién fui, quién soy y quién seré. Pero, a veces, simplemente te lo encuentras de frente y debes afrontarlo con madurez; no creáis que no me escuece aún que La Bella y la Bestia sea la romantización del síndrome de Estocolmo y que cuando lo vi no intenté «desverlo». Pero ahí está.
Sobre Dragon Ball podríamos ponernos a mirar hacia atrás, revisionar episodios y analizar concienzudamente si sí o si no, pero creo que no hace falta. A mí, por lo menos, no me hace falta. ¿Era excesivamente violenta para calificarla como contenido infantil? Pues es evidente que una ficción de nuevo cuño con tales dosis de mamporros y sangre no pasaría el corte hoy día. ¿Era machista y las mujeres estaban sexualizadas? Me basta tirar de dos recuerdos: cómo Tortuga Duende se hacía diminuto para colarse en el wáter de Bulma para verle los genitales o cómo esta era prácticamente el único personaje femenino relevante y que, hasta la llegada de la androide C-18, ninguna mujer peleaba en la serie (y esta era robótica, claro).
Y ya está. Eso era parte de la serie. No significa que fuésemos malos niños por disfrutar con una serie que ahora no encajaría con los valores de quienes somos hoy día. Tu infancia sigue intacta porque ya pasó. Eran los ochenta y los noventa. También se llevaron las mechas, oiga. Avanzamos.