“Los hombres creen ser los únicos que pueden usar la comedia para rellenar los agujeros de su alma. Van por ahí repitiéndole a todo el mundo que las mujeres no hacen gracia. Solo los hombres hacen gracia. Pensad en esto: la comedia se alimenta de la opresión, de la falta de poder, de la tristeza y la decepción, del abandono y de la humillación. ¿A quién describe todo eso más que a una mujer? Con estas premisas ¡solo las mujeres deberían hacer gracia!”.
La señora Maisel. Temporada 2, Episodio 2.
Para cada cosa que pasa en nuestra vida hay una serie. Y desde hace unos días somos muchos los que nos acordamos de La maravillosa señora Maisel, la protagonista de la producción de Amazon Prime Video que en su carrera artística como monologuista tuvo que enfrentarse a muchas cosas. Pero cuando trataba de que le hiciesen un hueco en la programación de los locales de stand up de Nueva York nunca la dejaban fuera excusándose en que las mujeres no eran graciosas, «simplemente» la ninguneaban.
El personaje de Rachel Brosnahan con lo que tenía que lidiar era con las reticencias y las gracietas de sus compañeros de cartel. Que si las mujeres tenían que estar en su casa cuidando de su marido, que si su lugar era la cocina y no un escenario. Aquellos que le preceden ante el público la utilizan como recurso cómico porque «si no os hace reír al menos os hará la cena». Los dueños del local la defenestran en el orden de las actuaciones, viéndose incluso obligada a actuar a oscuras porque el iluminador había terminado su turno, o se quejan del contenido de sus monólogos. No porque resulten feministas, sino demasiado íntimos. «Para hablar de tus partes femeninas vete al ginecólogo», le espetaba uno después de que pronunciase la palabra «embarazada». Aunque minutos antes se hubiese hablado de enfermedades venéreas en el miembro sexual masculino.
A lo largo del tiempo que separa esa ficción de la realidad actual, la mujer ha conquistado lugares y metas que parecían inalcanzables. Ahora podemos ser jefas, directoras de grandes empresas y dueñas de nuestros negocios. Incluso podemos meternos en la boca del lobo y llegar a formar parte del cuarteto arbitral que es la máxima autoridad en esa catedral de la masculinidad que son los campos de fútbol. La cocina, la figura de cuidadora de nuestras pareja o el reproche maternal puede que se hayan quedado trasnochados y el machismo ya solo se defiende de la «gran amenaza» que suponen las mujeres con lo que muchos entienden que es su antónimo, el feminismo. Ese término que, para algunos, ya ha alcanzado los niveles aterradores del plutonio, la bomba atómica o, por qué no, una pandemia.
«Hemos pasado a un punto en el que mucho del humor que hacen las mujeres es como de víctimas o muy feminista», dijo la directora de La Chocita del Loro en una entrevista, antes de aclarar que es complicado tener mujeres en su programación porque el público «no lo suele comprar» y «porque el humor es diferente». A diferencia de los hombres con los que lidiaba Maisel, que al menos la dejaban subirse al escenario, esta gente que está disfrutando esta semana de su minuto de gloria y lleva décadas concediendo minutos a rutinas cómicas masculinas sobre su desastrosa vida sentimental, su fracasado matrimonio o sus frustraciones personales, rechaza a las mujeres acusándolas de victimismo. Ahí queda eso.
Por si la mecha inicial no fuese suficiente, el gerente del local salió días después para decir lindezas como que el nivel de humor de las mujeres es «más bajo» o que «hay que darles uno o dos años para que estén a la altura de los cómicos» que actúan en su local. Un lugar del que no debe salir mucho, porque todavía no ha descubierto el nivel de convocatoria de los espectáculos de humor femeninos que también se pueden ver en Madrid o el éxito de podcast como Estirando el chicle. Teniendo en cuenta que habla como si estuviésemos en los 90, puede que ni siquiera sepa lo que es un podcast.
En este tsunami verborreico, que lejos de arreglar las cosas las empeora como si trabajasen para la competencia, les ha faltado confesar abiertamente que aborrecen la intromisión femenina en la industria de la comedia y han decidido culpar de su machismo al cliente, que «no suele comprar» que haya una mujer cómica sobre el escenario. Menos mal que el cliente no ha mostrado reticencias ante los cómicos melenudos, o los rubios, o los que tienen bigote, porque tendrían que seguir tachando caras de su cartelera. Su programación, según ellos, se basa en risas que tienen medidas al minuto y sus prejuicios en malas experiencias. A la vista de lo que ya hemos leído en redes, probablemente esto tampoco sea cierto.
Su excusa solo esconde las filias y fobias del dueño, la gerente y todo ese equipo directivo al que el feminismo le resulta algo ofensivo en vez de algo que abrazar para hacer de su local un lugar inclusivo y acorde con los tiempos que vivimos. Acusar a todo el género femenino de falta de humor, además de apoyar el razonamiento de Maisel con el que arranca este texto, da por sentado que media humanidad puede dedicarse a la comedia y la otra no. Eso es tan estúpido como decir que cualquiera puede hacer una entrevista para promocionar su negocio y conseguir lo que busca, atraer al público. Es evidente que no.