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‘Antidisturbios’ y la elasticidad del (anti)heroísmo

(Fuente: Movistar+)

En esta era de las redes sociales que habitamos no existe minuto sin su polémica. ¡Hasta el jamón de york o Nadal pueden acabar arrastrados por el fango en la burbuja tuitera! En esta vorágine de boicots, hashtags y acusaciones de todo tipo de fobias, una de las batallas que más me sorprendió tuvo que ver con la impresionante Antidisturbios. El toma y daca es conocido: los guionistas contaron con el asesoramiento de la propia policía, un sindicato del gremio califica a la serie de “basura”, un político indepentista la tilda de “documental”, una web de izquierdas la acusa de sesgada y una tertuliana de derechas… ¡de prejuicios hacia el otro lado!

Cuesta encontrar en la cultura popular reciente un texto tan elástico, donde los espectadores puedan interpretarlo como blanco y como negro. Sí, por supuesto, siempre hay matices, variaciones, lecturas complementarias, elementos de desacuerdo… Pero, ¿una serie donde unos la acusan de blanquear a la ultraderecha y otros de perpetuar la propaganda progre? ¿Cómo es posible semejante divergencia tan radical?

Ya expuse en largo mi opinión, que resumo aquí: Antidisturbios presenta un retrato bastante favorable de ese grupo de profesionales que están en primera línea de fuego. Sus vidas personales pueden ser un desastre, sus familias resquebrajarse, sus facturas ahogarles o sus depresiones acechar cada cena familiar. Y, sin embargo, ahí están, siempre al pie del cañón, ejerciendo una profesionalidad admirable. No dejan que la presión de su esfera íntima se traslade a su trabajo. Y cuando lo hacen, como en el caso del abusador Bermejo, el relato les condena: la paliza de muerte que le dan a Úbeda nace de la falta de profesionalidad de Bermejo, dejando que lo personal condicione lo profesional.

Se nota que Sorogoyen, Peña y Villanueva “quieren” a sus personajes principales. Precisamente porque buscan retratarlos con complejidad establecen un buen número de contrapesos que nos permitan empatizar con ellos. Despliegan muchas de las estrategias clásicas de identificación emocional con los antihéroes, esos personajes que, a pesar de exhibir ciertas facetas detestables, acaban ganándose la lealtad del espectador.

Para empezar, los del Puma 93 son víctimas también: de la ineficacia de alguno de sus superiores, de la corrupción de los jueces y los medios, de entornos personales adversos (la distancia, la espalda, la depresión)… Es una estrategia básica que podemos rastrear en alguien tan paradigmático como Tony Soprano y sus patos y sus ataques de ansiedad. Más aún: después del primer episodio, el grueso de la trama describe cómo la maquinaria se ha decidido a aplastar a estos tipos que, como sabemos, no tuvieron culpa alguna en la triste muerte ocurrida en el desahucio. ¿Cometieron errores durante el lanzamiento? Sí, dos. Pero la historia enfatiza — al mismo tiempo que lo hace creíble — lo desproporcionado de la ratonera en la que andan metidos antes, durante y después.

Otra estrategia habitual es la de espesar el retrato dramático añadiendo capas del entorno íntimo. Si Vic Mackey se redimía por su arrojo para salvar niños y Walter White era humanizado con un biberón antes de tomar “medidas completas”, en Antidisturbios tenemos las llamadas de un padre a 600 kilómetros del Atlántico, un hombretón que plancha, hace los deberes con sus niñas y estudia duro para salir del atolladero, otro que no le da ni para comprarse un piso con su novia, y el de más allá que querría bajar las persianas para siempre. Son matices que ayudan a entender su pavor a ser despedidos o, simplemente, permiten humanizar — y simpatizar — al hombre tras el casco y la porra.

Esto nos conduce a la última estrategia de identificación emocional: lo que podríamos denominar el comparatismo moral. Aunque sea de manera inconsciente, es habitual que el espectador establezca una jerarquía para evaluar el comportamiento de los personajes. Jaime Lannister hace cosas malas, pero su hermana Cersei es aún peor. Dexter mata peña, sí, pero es un Robin Hood moral que imparte justicia allí donde no llega el sistema. Y así con tanta series coloreadas de gris moral. Este mismo esquema se puede aplicar en Antidisturbios. Comparados con las Hermanitas de los Pobres, no hay duda de que la UIP siempre saldría mal parada en el paralelismo. Sin embargo, en un ámbito donde la violencia es cotidiana, la peña que retratan Sorogoyen y cía se muestra contenida y muy profesional. El desahucio, que es donde los conocemos, resulta clarísimo en este aspecto: su preocupación por la falta de efectivos para el desalojo, sus intentos por alcanzar una salida dialogada, su paciencia soportando insultos, su proporcional empleo de la fuerza… Hay excepciones, claro que las hay. No solo porque esto es una ficción que necesita del conflicto dramático, sino porque en la vida real los humanos también se equivocan.

Sí, Rubén, el más inexperto, acaba entrando en las provocaciones. Un error, sin duda. Pero hay que reconocer que la pifia llega tras haber aguantado carros y carretas. No se trata de un “primero te abro la cabeza con la porra” y luego ya veremos. Al contrario, al contrario. Después está la cagada de borrar el móvil… cuando no habían hecho nada realmente grave. Pero incluso en eso la disposición dramática que han tejido los guionistas resulta endiabladamente efectiva. El tremendo interrogatorio de Asuntos Internos confirma el miedo que padecían. Es decir, la estructura dramática está desplegada para que el borrado del teléfono ostente no solo una finalidad de suspense narrativo, sino que también anticipa (profecía autocumplida) el pánico ante Asuntos Internos, esa enrevesada psicología de la culpa.

El relato también nos muestra las zonas más oscuras de algunos personajes. Pero si meterse rayas o ponerle los cuernos a tu novia es dejar mal a la Policía, entonces habrá que repensar el concepto de santidad para ensancharlo ad infinitum. Sin embargo, ya lo advertía Lorne Malvo: “No hay santos en el mundo animal; solo desayuno y cena”. Y así llegamos a la única escena donde se exhibe al escuadrón actuar con una violencia inapropiada: la de los forofos franceses.

No se trata ahora entrar en disquisiciones legales ni dilemas weberianos. Estamos intentando analizar el asunto dramática y estéticamente. De nuevo: el comparatismo moral que establece la serie. Hinchas franceses que vienen sin entrada a Madrid. A armar bronca. El ultra de un equipo de fútbol no está asociado precisamente a la lectura de Shakespeare en un lago al atardecer ni a beber Chardonnay levantando el meñique. Además, son personajes sin ningún desarrollo dramático, por lo que el espectador no se implica con ellos, emocionalmente hablando. Son siluetas. Estereotipos. Amenazas. Imposible ponerles cara. Y no por casualidad enganchan al eslabón más débil del grupo y le parten los dientes con una crueldad explícita. Ese rodillazo en primer plano. Son salvajes que han decidido cobrarse una pieza de caza mayor por pura diversión. Sadismo. Podían seguir corriendo y, sin embargo, los fanáticos del PSG deciden acorralar a su presa. Presa indefensa. Víctima aleatoria. Inocente.

Bien, a estos tipos son a los que los polis atrapan. Y, sí, en el mundo real no está bien que se tomen la justicia por su mano, pero en el meditado entorno dramático de Antidisturbios, ese momento presenta un simple acto de justicia retributiva. Parafraseando a Rust Cohle: “El mundo necesita hombres malos. Somos los que mantenemos a raya a otros hombres malos”. Desde el western hasta el cine negro hay innumerables ejemplos que siguen la misma estructura dramática de castigar el mal mediante el uso de la fuerza. Si es esta escena la que da una mala imagen de la policía, me temo que el ciudadano normal y corriente puede dormir muy tranquilo.

Y así llegamos a la pregunta inicial, sin haberla podido resolver. ¿Por qué Antidisturbios ha podido despertar interpretaciones antagónicas? No lo sé, pero mi intuición me dice que la complejidad moral que trabaja la serie casa mal con la manía contemporánea, especialmente aguda en las redes sociales, de simplificarlo todo. Ese juego binario de bueno/malo, nosotros/ellos, pro/anti, héroe/villano, verdugo/víctima implica renunciar a los matices. Si el moralismo retroactivo, si el literalismo superficial es capaz de salpicar obras emblemáticas como Lo que el viento se llevó o a pinacotecas como la Tate Modern, el Whitney Museum o El Prado, resulta esperable que un relato con tantas capas textuales y extratextuales como Antidisturbios encienda pasiones maniqueas. Porque precisamente una de las grandezas de la serie — de su disfrute artístico — reside en las múltiples aristas de su (anti)heroísmo.

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