Anne Hathaway y Gary Carr en ‘Modern Love’. (Fuente: Amazon)
Que la antología está viviendo su momento dulce lo atestigua un largo listado: Black Mirror, Easy, Love, Death & Robots, Criminal (Netflix), Lore, The Romanoffs, Philip K. Dick’s Electric Dreams, Modern Love (Amazon), Into the Dark (Hulu), Room 104, Folklore, En casa (HBO), Weird City (Youtube Originals), The Twilight Zone (CBS All Access), Amazing Stories (Apple TV+), 50 States of Fright (Quibi)…
A pesar de tratarse de un formato que nunca se ha ido del todo (el remake de Alfred Hitchcock’s Presents en los ochenta o Tales from the Crypt en los noventa), llama la atención la fuerza que ha obtenido desde que Charlie Brooker lo trajera de vuelta al Olimpo con las fábulas tecno-televisivas de Black Mirror. Desde entonces, más aún tras su trasvase a Netflix, han crecido como setas, en diversas cadenas y plataformas, propuestas caracterizadas por episodios autónomos donde la trama se reseteaba por completo entre uno y otro. Nueva historia, nuevos personajes, nuevos actores.
No es casualidad el furor del formato ahora que el panorama televisivo se ha globalizado a una velocidad de vértigo. Ante una oferta tan gigantesca que necesitaríamos una vida paralela para poder ver todo, una de los beneficios narrativos de la antología es la infidelidad. El siempre salao Mark Duplass, uno de los hermanos al frente de Room 104, establecía un paralelismo entre la antología y Tinder en una entrevista en THR: “En una era de sobreabundancia televisiva en la que tenéis tanta mierda que ver… queremos que Room 104 sea vuestra cita esporádica”. Llegas, ves el episodio, lo disfrutas en su totalidad y no tienes que volver a llamar si no te apetece.
Como es lógico, la antología -que no hemos de confundir con las series-miniseries al estilo de Fargo, True Detective o American Horror Story — se basa en un concepto de serialidad diferente. No existe la acumulación narrativa. La continuidad, el pegamento entre episodios, nace por razones muy variadas: un mismo origen literario (Philip K. Dick’s Electric Dreams, Modern Love), una preocupación temática (fábulas sociopolíticas con un giro siniestro en el caso de The Twilight Zone y las relaciones amorosas en Easy), un escenario concreto (Room 104), unas condiciones de producción (las limitaciones del confinamiento de En casa o seis países asiáticos en Folklore) o, incluso, unos días señalados (relatos de terror ambientados en festividades para Into the Dark).
Semejante heterogeneidad conforma la cara y la cruz del formato. Puede haber auténticas obras maestras como Ahora mismo vuelvo (episodio 2×01 de Black Mirror), Trajes (Love, Death & Robots) o Cuando el portero es tu mejor amigo (el primero de Modern Love) y muchos otros de cuyo nombre no podríamos acordarnos ni aunque no quisiéramos.
En todo caso, uno de los aspectos más fascinantes de la antología — más allá de su lógica querencia por giros de guion mandibulares que obligan a releer la trama — tiene que ver con su afán experimental. Tiene todo el sentido del mundo, tanto desde una perspectiva creativa como comercial, su proclividad por probar cosas nuevas, sorprender al espectador, romperle el saque y el resto. Precisamente porque frente a la familiaridad de la serialidad tradicional — esos “amigos” a los que vuelves un capítulo tras otro — , las antologías se basan en la excitación de la novedad. Son como correr los 100 metros frente a la maratón. Por eso es habitual encontrar tirabuzones narrativos y atrevimientos visuales, porque el afán de originalidad y la sorpresa constante están entre las características esenciales de este formato que galopa tan de moda.