Esta crítica se ha escrito tras ver los primeros ocho episodios de ‘En terapia’ y no contiene spoilers.
Un formato como el de En terapia se antoja una golosina para cualquier actor. Énfasis en los diálogos, silencios reveladores, planos largos, intensidad emocional, cambios de registro, matices en la mirada, reacciones en contraplano y encuadres cerrados a cascoporro. En consecuencia, el éxito de este revival dependía mucho del elenco. Aunque, en puridad, sería más exacto hablar de personajes e intérpretes al mismo tiempo. Ahí llega el primer altibajo: hay actores y papeles sensacionales y otros que «meh». Uzo Aduba como protagonista está fantástica. Su camaleónica capacidad para pasar de la Crazy Eyes de Orange is the New Black a la psicoterapeuta de En terapia, pasando por la Shirley Chisholm de Mrs America, la ubica como una de las actrices televisivas más versátiles de los últimos años.
Ante la dificultad para olvidar al colosal Gabriel Byrne, los creadores han optado por un cambio radical de protagonista. No es solo que ahora se trata de alguien más joven, sino que carece de esa gravitas —descolocada, herida— que propulsaba al Dr. Weston. En consecuencia, Aduba imprime a su Brooke Taylor un aroma más cercano. Si Weston aspiraba a ser una figura paternal, Taylor anda cerca de una hermana mayor. O una tía que vive en casa. Además, Aduba ostenta una presencia física imponente (ojos grandes, labios generosos, dientes separados) que le habilita una mayor variedad de registros, tanto para cierto coñeo en la retaguardia como en esas erupciones volcánicas que burbujean en el cuarto y octavo capítulo. Oh, boy.
Cito esos dos episodios en concreto porque En terapia mantiene la estructura que la hacía rompedora: la repetición semanal de los mismos pacientes en la consulta, de modo que la serie pueda visionarse de manera horizontal (el orden normal de los episodios) o escoger un «picoteo» vertical (seguir la terapia de algunos de los personajes y pasar de otros). Así, según este formato, el último episodio de cada semana sirve para centrarnos en la crisis de la protagonista. En la Dra. Taylor van asomando unas cicatrices, de manera muy fugaz, durante la semana; sin embargo, es en el último episodio de cada tanda cuando el relato se acerca vertiginosamente a esas heridas: un cercano recién fallecido, una juventud con renuncias vitales insondables, un amor raro, peligroso, interruptus… El frontón para pelotear sobre todas estas cuitas es Liza Colón-Zayas, una actriz que está muy solvente, aunque a ratos su presencia parezca, narrativamente hablando, un pelín forzada como amiga confidente.
La Taylor de Aduba ostenta la fuerza necesaria para echarse una serie como esta sobre sus hombros. Aún así, es lógico que los amantes de En terapia echemos de menos al Weston de Gabriel Byrne. Quizá por eso los creadores juegan con una insinuación, una presencia casi espectral, una promesa narrativa que funda el pasado y el presente. Esto también tiene sus peligros: recuerda que el peso de las tres primeras temporadas, con un fandom pequeño pero selecto, andará siempre vigilante. Los espectadores que regresen a este cuarto año con un recuerdo potente de la primera En terapia andarán siempre mirando al pasado con el rabillo del ojo. Es una tarea extra para un formato exigente, que ya no cuenta con el fervor de la novedad.
Más allá de estas cuitas, el gran inconveniente de En terapia es que la rotundidad de la protagonista contrasta con cierta insipidez del resto del elenco. El espigado Joel Kinnaman aguarda en el banquillo como interés romántico de la Dra. Taylor, por lo que su desempeño ha sido fugaz en las dos primeras semanas. Anthony Ramos —conocido por Hamilton— es un sobresaliente actor, sin duda. Sin embargo, los conflictos bipolares de su Eladio resultan fríos. El hecho de que la terapia tenga lugar por videoconferencia es una decisión que aporta realismo, pero cuya ubicación online lastra una de las claves de la serie: esa sensación opresiva que puede generar el diálogo en carne viva, donde los movimientos de cámara también nos refuerzan la relación entre los personajes. Eladio y Brooke nunca comparten plano, por lo que se pierde una valiosa posibilidad expresiva en un drama de tan alto voltaje. Por todo ello, de momento Eladio es un personaje mejor diseñado que ejecutado.
Más problemas genera Laila (Quintessa Swindell), el paciente menos interesante, al menos durante las primeras dos semanas. No es que sus «problemas» sexuales y la agobiante presencia de la abuela no tengan madera para talar en el diván, sino que su propia condición de adolescente ricachona del hoy la convierte en una estampa, entre el exhibicionismo, la provocación y la autocompasión. Falta mucha chicha para que las capas de pintura dejen ver a alguien tan auténtico como la inolvidable Sophie de la primera temporada o la April de la segunda, por citar dos ejemplos en los que In Treatment tocaba el cielo con materiales comparables en edad.
Así que, de momento, solo el gran John Benjamin Hickey (Manhattan, The Big C) parece capaz de desplegar un arco con aguante y matices suficientes. Su Colin —el del segundo episodio semanal— se antoja la propuesta dramática más atractiva no por las gigantescas contradicciones que encierra, algo habitual en cualquier personaje de una serie como En terapia, sino por la taimada energía que Hickey le insufla. Su vacile verbal y su supuesto encanto esconden una olla a presión que, como pasa en la segunda semana, siempre está a punto de estallar.
Con estos desniveles (que ya se notaron especialmente en la tercera entrega), esta cuarta temporada de En terapia tendrá que calibrar si puede erigirse en la gran serie para estos tiempos traumáticos que hemos vivido. Se ha empeñado en meter en sus sesiones trending topics como la COVID o las políticas identitarias; ahora queda por saber si puede abordar estos temas con la complejidad y sutileza necesaria en esta era que, cada vez más, flirtea con la ficción catequética.
‘En terapia’ se estrena hoy en HBO España, que emite dos capítulos cada lunes y martes.