Los protagonistas de ‘Ragnarok’. (Fuente: Netflix)
Esta crítica se ha escrito después de ver los tres primeros episodios ‘Ragnarok’. No contiene spoilers.
Todo lo que se pueda decir de Ragnarok se queda corto. La serie juvenil que Netflix traía el pasado viernes se sale de cualquier categoría bajo la que la describa. Es uno de esos casos en que no puedes dejar de repetir que lo que ves no se sostiene por ningún lado, pero eres incapaz de apartar la mirada.
Sobre el papel, Ragnarok viene a hablar de la lucha entre el mal y el bien a través del cambio climático. Y lo hace usando el resurgir de la mitología nórdica para recuperar las épocas vikingas y viejas batallas donde la magia, los dioses y los seres con superpoderes son una realidad. Una alegoría con grandes pretensiones que puede servir para concienciar a la juventud del momento clave que estamos viviendo para la comprensión del desarrollo sostenible y asumir una forma de relacionarnos con el entorno distinta.
Pero olvidad todo esto; Ragnarok viene a mostrar rock duro, algo así como la versión sin cursilerías de Crónicas vampíricas. Estamos ante ese tipo de choque de trenes que maravillan ante la pantalla, pero sin la pretensión de estilo y glamour que tenía su predecesora. Una mina para los amantes del mamarrachismo, vamos.
Se ve sola. Si soportas los primeros cinco minutos y abrazas lo que tiene que contar, dura una tarde. Ligera, con bastante trama y sin miedo a quitarse personajes de encima, la de Netflix muestra en realidad el poder mitológico sobre una población que desconoce por quién están siendo conducidos. El único acuerdo de los Jutul es no hacer daño a menores, y ni siquiera son capaces de cumplirlo. Mientras tanto, sus protagonistas dan vida a escenas donde lo único que falta es sacrificar una virgen entre cabras. Irreverencia endiosada en medio de una rutina del todo común.
(Fuente: Netflix)
Pero lo más llamativo es que estamos acostumbrados a ver cosas así con una factoría brillante. Riverdale, Pequeñas mentirosas o Crónicas vampíricas apuestan por una estética llamativa donde vestuario y escenografía tengan cierto amor por el lujo y el sello personal. Son las ropas, los bares, las fiestas de instituto.
Ragnarok, por contra, es infinitamente más sobria. No existe toda esa pompa que ayuda a hacer de la serie una fantasía. Es escandinava, oscura y bañada con una pátina cotidiana que hace que lo que se ve resulte más sorprendente. Que todo sea posible no es la imagen que vende permanentemente. Y por lo tanto, cuando de golpe se da una de esas situaciones, resulta muchísimo más bizarro e interesante.
Lo que Netflix nos ha traído no tiene punto medio: o decides que es horrorosa a los cinco minutos, o decides lo mismo pero con una sonrisa en la cara y te quedas enganchado. Es un placer culpable en toda regla por el que no pienso sentir ni un ápice de culpabilidad.
‘Ragnarok’ está disponible en Netflix.