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El día que quise conocer a Vic Mackey

Este fue nuestro junket con Michael Chiklis. (Fuente: FDS)

Siempre que me preguntan por mis series favoritas incluyo The Shield. Siempre. Sin falta. Aquel agónico viaje de siete temporadas -tan relevante para alfombrar el éxito de una cadena clave en el boom como FX- tuvo la mala suerte de vivir a la sombra de Los Soprano. En España, en especial, tardó en ser conocida y reconocida y aún hoy no goza del predicamento que otras series menos arriesgadas y menos entretenidas sí disfrutan. La vida y los cánones, siempre pizpiretos.

He visto dos veces The Shield: la primera, solo, en su momento; la segunda, con mi mujer, a la que animé a subirse al carro tres años después de que concluyera. Recuerdo -en un ejemplo de cómo la vida y el visionado se funden en la memoria emocional- a mi santa y a mí vibrando con los últimos episodios de la tragedia de Farmington, justo la primera noche que dormíamos en casa tras el primer parto. Dar el pecho, cambiar cacas, ver capítulo, ver capítulo. Calmar el llanto, acunar para dormirlo, ver capítulo, ver capítulo. Aquel torrente de sentimientos inolvidables, irrepetibles, de la primera paternidad se cruza con flashes de Vic Mackey, Shane Vendrell o Claudette Wyms peleando contra el destino. Qué caprichosa es la memoria.

“Eh, tronco, para el carro. Incluso sabiendo que esto es una columna, ¿por qué demonios puede interesarme tu primer meconio?”, se preguntará el lector. Pues precisamente por el impacto sentimental que la buena ficción puede arrastrar. Recuerdo con la misma nitidez el eructo uno del nene, el José Pariente que nos bebimos para celebrar la vida y el silencio atronador que nos sacudió en esa desoladora imagen -un cochecito, unas flores- que todo espectador de “Family Meeting” (7.13) ubica.

Soy un tipo de 42 años, atareado por facturas e hipoteca, corriendo de aquí para allá con las extraescolares de cuatro niños pequeños, que pretende ejercer el racionalismo siempre, que suele sentir alergia a las idolatrías y, sin embargo, el pasado martes estaba tan excitado como un zagal en la noche de Reyes. ¡Me daba igual todo! C.J. , el jefe de Fuera de series, me invitó al junket (así se llaman, por lo visto, los eventos de prensa para promocionar series y pelis) de Coyote. Entrevistar a Michael Chiklis. Oh. Sí. Cuenta conmigo. De cabeza.

Sabía que no iba a poder dispararle más que un par de preguntas a mi calvo televisivo favorito. Y, aún así, anduve todo el día nervioso. No por la logística o la novedad, sino por poder conocer al actor que encarnó a Vic Mackey. Así de primario, así de superficial… y así de profundo.

Mi exaltación infantil e ingenua me hizo pensar. En muchas ocasiones, tratamos de dar razones para explicar por qué tal o cual serie funciona, hace clic. Le damos vueltas y revueltas a un relato para descomponerlo, como si fuera un mecano, en busca del líquido que logra engrasar sus piezas. Sí. Es necesaria esa labor analítica, sin duda. Pero, al final, también existe un sentimiento de adhesión caprichoso, sensorial, primario: la belleza, el carisma, el estilo, el aura, el duende del actor. Ese punto inefable que, desde Katherine Hepburn a Brad Pitt, hace que el cine y las series tengan en sus estrellas el más genuino material del que están hechos los sueños.

El martes llegué a casa, abracé a la tropa y les grité mientras cenaban: “¡Vais a flipar, hoy he conocido a La Cosa!”.

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