(Fuente: Disney+)
Nadie se escapa de la cancelación. Mucho menos el tío Gilito: rico, roñoso, acaparador. Imperialista. Lo doy por sabido entre aquellas voces emocionadas que ansiaban el lanzamiento de Disney+ en España, entonces desnutrida de propuestas originales pero bien provista de chutes de nostalgia como el que da Patoaventuras. A mí no me la provoca: nací algunos años después del estreno de la serie protagonizada por los congéneres del Pato Donald y verla ahora no despierta en mí más que una fantasmagoría absurda y cierto repelús.
Las reticencias me nacen de un episodio, el sexto de la segunda temporada, que no tiene precio revisar –en mi caso, descubrir– con una mirada no precisamente infantil. Poneos las gafas del imperialismo, la geopolítica y el soft power para analizar los pormenores del capítulo, titulado El país de Tralalá. En él, Gilito, los tres mellizos palmípedos y el contable del primero, Fenton, viajan en busca de un lugar donde nadie haya oído hablar siquiera de eso que llaman dinero, pues solo así se podrá calmar la ansiedad que asedia al patriarca del grupo cada vez que le piden algo de calderilla.
El oasis donde aterrizan los protagonistas es una suerte de poblado del oeste chino, en una valle entre lo que llaman montañas del Himalala. Allí, los autóctonos trabajan la tierra y despliegan arrozales, todo ello sin pizca de avaricia. Cuando Fenton, el contable plumado, introduce en la villa una microeconomía con base en las chapas de refresco, el giro resultante está lejos de ofrecer a los invasores una moraleja: son los habitantes de Tralalá quienes se amoldan a los visitantes y no al revés. Quienes parecían incorruptibles se corrompen sin dificultad y terminan más obsesionados con el vil metal que el propio tío Gilito.
Esta evangelización en la cochambre que llevan a cabo los foráneos, responda o no a una estrategia para colonizar las mentes y culturas del tercer mundo, nace de una mirada condescendiente propia de primeras potencias: en ningún momento del episodio se contempla que los habitantes de Tralalá puedan enseñar algo a los de Patoburgo –urbe moderna que se yergue sobre un lumpen criminal, de donde proceden Gilito y compañía–. Son los palmípedos de la metrópolis, a pesar de sumar solo cinco cabezas pensantes extranjeras frente a cientos de nativos que conocen bien esa tierra y a sus gentes, quienes abren una grieta irreparable en la cosmovisión de Tralalá. Nunca al revés.
Por contextualizar, el episodio se estrenó el 18 de septiembre de 1989, un mes y pico antes de la caída del muro de Berlín y con un par de años de margen respecto a lo que Francis Fukuyama llamaría el fin de la historia: la neutralización de toda forma de organización social alternativa a la democracia liberal –con el modelo estadounidense en su cúspide–, una vez desaparece la Unión Soviética. Según Fukuyama, la historia, entendida como lucha de ideologías, acaba cuando nada hay salvo la imbatible plantilla yanqui.
En el libro Para leer al pato Donald, Armand Mattelart y Ariel Dorfman ofrecían un par de décadas antes una lectura parecida, en su caso desde el excepcionalismo patente en las tiras cómicas del personaje que llegaban a Chile en los años 60. Los autores entendían aquellas historietas, muy parecidas en su planteamiento a este episodio de Patoaventuras, como un eficaz vehículo de exportación de cultura hegemónica. Todas empezaban con una necesidad económica que a menudo se cubría con una caza del tesoro en tierras vírgenes, habitadas por representaciones muy ajustadas del arquetipo del buen salvaje.
Con este telón de fondo, la representación que hacen los colonos del pueblo colonizado como una gente bruta e incivilizada, de la que son objeto los habitantes de Tralalá en el episodio de Patoaventuras, resulta de primero de imperialismo. En cuanto al libro de Mattelart y Dorfman, hubo críticos que aseguraron que las tiras del Pato Donald no hacían promoción del sistema estadounidense fuera de casa, sino todo lo contrario: parodiaban el capitalismo de la propia patria. Está claro que en Patoaventuras no pillaron el chiste.