El presupuesto, siempre el presupuesto. Migraña perenne del equipo de producción, es la aorta por la que nace, transita y concluye una película. Nos guste o no, es así. ¿Hubiera podido James Cameron reconstruir parte del Titanic con el presupuesto de La matanza de Texas? No, sin duda. ¿Y hubiera podido Tobe Hooper matar a medio Texas con el presupuesto de Titanic? Desde luego. Y sin embargo, Titanic es el peor producto de James Cameron, y La matanza de Texas es una película de culto –y no sólo por los miles (o millones) de freakies que pisamos la tierra-. Mención aparte es lo que recauden, porque el cine es un negocio y toda producción ha de ser rentabilizada sea cual sea el resultado. Yo, como romántico a ultranza que soy, apuesto por la esencia, la idea (por peregrina que sea), el guión (aunque este apartado daría para artículos mucho más extensos y sesudos) y, por encima de todo, la ilusión con la que se pergeña esta clase de cine. Y el tiempo ha demostrado que estos condimentos generan películas que continúan vivas con el paso de los años, que dejaron de ser una alocada idea para convertirse en pequeñas joyas. No me malinterpretéis: valoro una película por lo que genera en mí, no por el presupuesto, sea una película de J.J. Abrams –donde los millones nacen de la nada- o John Carpenter –donde un interior se rueda desde siete ángulos diferentes para falsear siete localizaciones-. El presupuesto influye pero, afortunadamente, no lo es todo.
Como introducción, me gustaría reseñar que no pretendo hacer una lista de películas al uso. Internet ofrece miles y miles de páginas donde muestran revisiones de todo tipo; recabar información sobre una película en concreto es tarea relativamente fácil. Tampoco pretendo relatar aburridamente listas de actores, directores y técnicos que, además de interminables, no supondrían un valor añadido para el artículo en sí, aunque sí propondré unos cuantos títulos. Ni desgranar títulos tras títulos porque necesitaría varios ejemplares de la revista, o hacer un monográfico, y me temo que los Navas no estarían por la labor. ¿O sí?
La escena muestra unas escaleras que descienden a un sótano; en un lado, junto a uno de los tabiques, hay un juego de estanterías cuyas baldas están repletas de frascos, tubos de ensayo, una docena de manuales médicos y varias bandejas metálicas. Justo frente a la escalera hay una mesa enorme de operaciones donde reside un cuerpo amorfo y velludo; rodeando a esta mesa, hay dos hombres con sendas batas de médico aunque calzan botas de caña alta de cuero lo que denota que son militares. Colgado de un extremo de la mesa hay un parte médico con un encabezado: “Sexta prueba de la Operación Renacimiento: Clonación de Neardental”. La pestaña metálica que sujeta el informe tiene grabado un símbolo. Es una esvástica coronada por dos laureles.
Ésta podría ser una escena, y el argumento, de una película de serie B tal y como se entiende hoy en día este género. Porque es en sí mismo un género, si bien es cierto que la temática es de lo más variopinta y no deja nada sin tocar. Monstruos, alienígenas, experimentos genéticos, falsos documentales, terror –aquí la gama es extensísima-, mutaciones varias –de todo lo que se pueda imaginar uno-, matanzas, animales extintos, ciencia ficción, catástrofes, negro, thriller… Lo que se os antoje. Y es mucho más “B” cuando se mezclan los géneros, lo que suele desembocar en otro género mucho más conocido y no sin razón en ocasiones denostado: la serie Z. Pero la etiqueta de serie B es antigua, casi tanto como lo es el cine, y nació como consecuencia de una necesidad derivada de un delicado momento económico.
Un poco de historia.
¿Crisis, qué crisis? Parafraseando el clásico de Supertramp, ésa fue la pregunta que debieron hacerse los estudios de Hollywood allá por comienzos de la década de los 30 del siglo pasado, justo después del crack de 1929. Y es que todo comenzó ahí. Crisis, etimológicamente, proviene del griego clásico y, originariamente, no tenía una acepción peyorativa; entre otros significados, este sustantivo acuñó definiciones tan diversas como resolución, sentencia, elección, disputa, juicio o decisión. U oportunidad. Y una oportunidad fue la que los grandes estudios vieron para saciar la demanda de las proyecciones de doble sesión en las salas norteamericanas. Por aquel entonces, en los Estados Unidos los propios estudios contemplaban en sus nichos de negocio la propiedad de circuitos de cines y esto, unido a la obligación de la doble sesión, desembocó en una necesidad acuciante: proyectar una película de gran presupuesto, plagada de estrellas, con producciones millonarias era relativamente fácil, pero… ¿proyectar dos seguidas? Eso no era rentable, ya que el espectador, por el precio de una única entrada, disfrutaba de dos estrenos o superproducciones de la época. Había que rentabilizar más el negocio, así que surgió la necesidad de crear un “gancho” que atrajera a las salas a un espectador vapuleado por la crisis económica. Más estrenos, más taquilla. Ahí radicaba el problema.
Al igual que la cara B de los antiguos singles de vinilo, a alguien –no sabemos a quién- se le ocurrió denominar a esta segunda proyección Cine B. A secas. ¿Por qué B? Porque era la proyección que iba detrás de la “buena”, la “cara”, la “rutilante”. La “A”, en definitiva. Los estudios tenían todo para llevarlo a cabo: una legión de guionistas y técnicos, decorados por doquier, directores caídos en desdicha o jóvenes promesas, actores en horas bajas o recién llegados a la meca dorada del cine. Y lo mejor de todo: barato.
Así nació la serie B, el cine B. Nacieron los rodajes en un fin de semana, con presupuestos bajísimos, deprisa y corriendo, donde las órdenes de trabajo eran borradores, los guiones se escribían y reescribían a medida que avanzaba el rodaje. Era frenesí en estado puro. Esta necesidad generó la creación de varias productoras pequeñas que surtieron a los grandes estudios de este producto; en una zona de Hollywood, Gower Street, florecieron estas productoras. Debido al escaso presupuesto con el que contaban para sus proyectos se emplazaron en el famoso Cinturón de Pobreza (Poverty Row). Las más famosas, sin duda, fueron tres: Monogram Pictures, Republic Pictures y Producers Releasing Corporation (PRC). La premisa estaba muy clara: por lo general, las producciones contaban con dos semanas como máximo de rodaje, y sus presupuestos raramente llegaban a los 100.000 dólares.

Fotografía de los estudios de Monogram Pictures
Esta primera era dorada del cine B duró hasta los primeros cincuenta, cuando la moda de la doble sesión comienza a desaparecer y, a su vez, aparecen los primeros televisores en los hogares norteamericanos. La segunda guerra mundial dejó paso a la guerra fría, y una herencia (quizás algo casposa) de las revistas pulp anida en la nueva era del cine B: la ciencia ficción. Sumado al género de terror, éstas serán las reinas del baile en la nueva concepción de un género que ahora busca un público diferente: los jóvenes.
Mientras los grandes estudios cambian el tercio de su política, las pequeñas productoras enfocan su esfuerzo hacia la captación de una juventud deseosa de un cine “diseñado” para ellos. Es cuando nace, en 1956, una de las productoras más famosas en este ámbito: American International Pictures. Roger Corman y Vincent Price (en aquellos años, mucho más conocidos) y jóvenes como Ford Coppola, De Niro, Nicholson, Cameron y Joe Dante, hallaron en el cobijo de la AIP el lugar ideal para aprender. Casi al mismo tiempo, en 1955, otra productora, hoy ya mítica, aparece en escena aunque su fundación se remonta a 1934. Británica y austera hasta la médula, marcó el desarrollo del cine B al otro lado del Atlántico donde hizo del terror –gótico, sobre todo- y de la ciencia ficción su modus vivendi. Sí, hablamos de la Hammer Films Production. Los memorables Chistopher Lee, de nuevo Vincent Price, Peter Cushing, Ursula Andress, Raquel Welch, entre otros, y directores como Val Guest o Terence Fisher son una pequeña muestra de la genialidad que afloró de los estudios británicos hasta mediados de los setenta.

Cartel de El Cuervo, dirigida por Roger Corman y protagonizada por Vincent Price, Peter Lorre, Boris Karloff y un jovencísimo Jack Nicholson
El sur también existe.
A principios de la misma década, una bocanada de aire fresco llega de Italia: el giallo. Este nombre (giallo significa amarillo en italiano) se debe a las cubiertas de las novelas de una colección de género negro muy famosa en el país transalpino. Género que abarca el terror y cine negro, presenta unas credenciales idénticas en la concepción del cine de bajo presupuesto. Darío Argento, Lucio Fulci y Mario Bava son los máximos exponentes de la escuela italiana donde los argumentos giran en torno, prácticamente siempre, a una violencia generalizada e incluso coreografiada. Psicokillers, dementes, episodios sobrenaturales, posesiones, satanismo y (cómo no) zombis son la base de sus películas. La aparición del subgénero de zombis en el giallo y el cine español tiene una base común. En 1968, un director por entonces desconocido llamado George A. Romero, adaptó la novela de Richard Matheson Soy leyenda para rodarla en un fin de semana, con un grupo de amigos y un presupuesto que rondaba los cien mil dólares. La película, que se tituló La Noche de los Muertos Vivientes, pasaría a la historia del cine.

El cartel original de La Noche de los Muertos Vivientes
Aunque en un principio no fue bien acogida por crítica y público, creó las bases de una cultura popular sobre el universo zombi y todas sus variantes. Amando de Ossorio, Jesús Franco o Jorge Grau se lanzaron entonces a la caza del público español, completamente virgen en estas lides: templarios que vuelven del más allá, experimentos, mutaciones, endemoniados, apariciones, muertos vivientes y hasta vampiras lésbicas nos dan una idea del abanico de posibilidades que manejaron.
Creo, y es una opinión muy personal, que es en los ochenta cuando nace esa distinción a la que hacía mención al comienzo del artículo: el cine B, o serie B, y la serie Z (no de zombi, sino de escasísimo presupuesto). La aparición de los “slashers” marca un antes y un después en el devenir de estas producciones. La matanza de Texas es, quizás, el mejor ejemplo. Y es un subgénero que permanece vivo hasta nuestros días; es en esta década cuando nacen los “híbridos” y con carácter de perpetuidad (es decir, las mezclas de subgéneros como punta de lanza de la innovación). Es la era de la irreverente Troma.
A pesar de que llevaban tiempo en el mercado con producciones muy modestas, es a raíz de 1985, con el estreno –que más tarde se convertiría en saga- de El Vengador Tóxico cuando su fórmula a base de violencia, sangre y sexo triunfa en casi todo el mundo. El cine B continúa vivo, sobre todo en Estados Unidos, donde el blaxploitation (cine hecho por y para negros) se convierte un negocio boyante y la población de raza negra acude a los cines en masa: héroes afroamericanos y malvados de raza blanca son la base del género. Clásicos como Shaft son el mejor vestigio. Y es también a finales de los setenta y, sobre todo en los ochenta, cuando un clásico de las producciones modestas se convierte en uno de los maestros más reconocidos. ¿Os suena John Carpenter? Seguro que sí. El director neoyorquino sigue siendo un ejemplo de cómo una producción modesta puede llegar a convertirse en una joya.
Desde entonces y hasta la actualidad, los conceptos de serie B y Z han ido convergiendo hasta un punto que cuesta discernir. El mercado del vídeo, primero, el mercado del DVD e internet, en la actualidad, han supuesto la salvación de este tipo de cine; la carestía de la distribución, el público objetivo de estas temáticas y la facilidad del formato en sí ofrecen a estas producciones un lugar donde mostrarse.
En la actualidad, proliferan las productoras de Serie B o Z (o, en algunos casos, inclasificables) que dedican sus esfuerzos a un consumidor muy concreto de este género. Por poner un ejemplo, os recomiendo ver cualquier (digo bien, cualquier, aunque es cierto que su mayor éxito ha sido Sharknado) película de The Asylum. Impagable.
Ahora bien, ¿cuál es el motivo para que aún hoy la serie B y la serie Z (dicho con todo el respeto) sigan siendo un cine de culto a pesar de sus limitaciones y su escasez de medios?
¿Por qué la serie B?
Cuando vemos una película de serie B tendemos a fijarnos en los defectos, no así en sus virtudes. Recabamos en los fallos de continuación (el famoso y temido racord), los enfoques imposibles (el zoom), escenificaciones o decorados con anacronismos, planos movidos, exageraciones visuales… Y estos y otros defectos generan, cuando menos, una sonrisa condescendiente o, en muchos casos, una carcajada… Pero, para mí, las virtudes compensan esta retahíla de errores.
Una estructura narrativa muy potente, una puesta en escena directa, sin ambages, la capacidad de abordar temas que en su época resultaron tabúes o vedados. Y por encima de todo, la ilusión del cineasta. Suelen ser equipos trabajando a contrarreloj, donde no se malgasta un minuto de tiempo ni un metro de cinta (cuando se rodaba en 35 y no en digital como en la actualidad), es la idea primigenia por encima todo. Es el idealismo llevado al set de rodaje. Ed Wood, considerado el peor director de todos los tiempos, llegó a vivir dentro de un coche durante los últimos momentos de su vida sin desterrar la idea de seguir haciendo cine (y qué cine). ¿Qué hubiera sido de Clerks si Kevin Smith no hubiese financiado la película usando diez tarjetas de crédito de otras tantas entidades bancarias? ¿Hubiera podido Roger Corman hacer más de 350 películas si no hubiese usado decorados de segunda mano o celuloide caducado? Pues no. Esa ilusión, ese romanticismo a ultranza para poder llevar a cabo una idea, es, para mí, la mayor y mejor virtud del hermano pequeño.
Anexo: Imperdibles, inoxidables e imperecederos.
Me voy a permitir hacer una pequeña lista de recomendaciones. Toda recomendación es muy personal, y el cine, afortunadamente, también es una cuestión de gustos. Para mí suponen de lo más granado del cine B (que no Z) y son películas que no han perecido con el paso del tiempo. Así que ahí van mis diez.
- La legión de los hombres sin alma (1932), de Víctor Halperin.
- El terror (1963), de Roger Corman.
- Drácula (1958), de Terence Fisher.
- El Experimento del Doctor Quatermass (1955), de Val Guest.
- Suspiria (1977), de Darío Argento.
- La matanza de Texas (1974), de Tobe Hooper.
- Clerks (1994), de Kevin Smith.
- Asalto a la comisaría del distrito 13 (1976), de John Carpenter.
- La noche de los muertos vivientes (1968), de George A. Romero.
- The Blob (1958), de Irvin Yeaworth.