Lorelai y Rory Gilmore en su vuelta de NetflixEste artículo contiene spoilers tanto de la serie original como de Las 4 estaciones de Las Chicas Gilmore
El sábado 25 de noviembre hizo un año desde que pudiéramos ver, sin apenas exagerar, la más ansiada vuelta de todos los tiempos: Las cuatro estaciones de las Chicas Gilmore. Y, tal y como mandan las tradiciones, me rodeé de comida basura y dejé caerme en el gozo de volver a ver los cuatro episodios del tirón. Esta vez con más calma, menos ansia y parando en detalles que hace un año me pasaron por alto.
El retorno de Las chicas Gilmore mola. Empecemos por ahí. Mola mucho. Porque son las Gilmore, porque las queremos, porque aunque metan con calzador cada personaje antiguo siguen siendo divertidas y porque no importa que la mitad de sus bromas sean repetitivas y viejunas, nos siguen apasionando como los irracionales seguidores que somos.
Pero empecemos por el principio: lo necesitábamos. Todos aquellos que conseguimos obviar que en realidad las Lorelais son insoportables (sí, también la tercera Lorelai, por muy loca que le vuelva a Emily), y las amamos con todos esos pequeños detallitos que hacen que sean estrangulables con la cuerda de un piano, no quedamos del todo satisfechos con esos giros sin sentido de la sexta y la séptima temporada. Seguían siendo nuestra amadas Gilmore, pero les faltaba algo. Como, no sé, algo de coherencia.
Obviemos que cogieron a un personaje como Lane, una luchadora que rompe incansablemente con todas las reglas de casa para ser quien quiere ser y a quien el mundo le tendría que haber regalado un futuro fantástico y, en lugar de eso, la ponen con un tipo que no es el lápiz más afilado de la caja y pariendo gemelos de su primera relación sexual. ¿Qué clase de karma de basura es ese?
Lane tenía que tener algún tipo de vida, y en lugar de eso le roban toda posibilidad de ver mundo, encerrada en un pueblo de locos para cambiar pañales sin descanso. Pero lo dicho, que la ira no nos impida ver el bosque.
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Pero seguía siendo una serie que te hacía querer leer todos los libros del mundo, estudiar enormes tochos mientras bebes jarras de café y asistir a reuniones de pueblo llevadas por alcaldes egoístas y de ética muy cuestionable. Y algo así sucede con el retorno.
No acaba de fluir. El querer ser un reencuentro en el que todo el mundo tenga su lugar obliga a meter la broma patosa para que todos tengan su línea de texto (menos el señor Medina, amo al señor Medina. ¿Por qué no un cameo suyo, por qué?). Pero tiene una gran ventaja, y que no se me entienda mal, en absoluto me alegro por ello: falta Edward Herrmann.
Todos los fallos que pueda tener la serie se olvidan en ese permanente rendir homenaje a Richard. Es imposible no llorar como una magdalena al ver a Rory trabajar en su estudio, al recordarlo buscando ediciones perdidas para su nieta o esa silenciosa conversación con Lorelai tras su primer infarto. Cada capítulo es una oda a uno de los personajes más queridos de la serie y se nos entremezcla el cariño que le tenemos como Gilmore y la infinita pena por que no pueda estar en esta ocasión.
Pero Palladino ha sabido aprovecharlo muy bien. La ausencia de Richard nos deja ver a una Emily que tiene que encontrarse, y que en el camino ve la de tontadas a las que ha dedicado atención toda su vida. La única escena en donde aparece en la DAR es brillante. Esa forma de coger la pasta y morderla impertinentemente, ese largarse con todo el arte del mundo. En definitiva, dar un enorme puntapié a todo lo que siempre le han ordenado ser, y hacer lo que le pide el cuerpo. Ya no debe prepararle la agenda social a nadie. Por fin puede ser su propia protagonista y dedicarse a hacer lo que le dé la gana.
Con mucha diferencia me parece el personaje que logra un mayor cierre real, feliz y tranquilo. Y me recuerda a muchos de los temas que se tratan en Grace & Frankie. El amor a sus maridos solo es comparable a las cosas que han tenido que dejar de lado para estar con ellos. Ha llegado el momento de dar su lugar a todas esas mujeres que dedicaron su vida a su esposo y que al vivir solas logran averiguar quién habrían sido si el mundo les hubiera dejado ser ellas.
Otro de los puntos fuertes de la vuelta es sin duda Paris. Mucha de la locura y la risa que se había mantenido en los últimos años de la serie nos venía de ella. Acelerada, impulsiva y de carácter completamente explosivo, nos había regalado algunas de las mejores citas de la serie. Pese a que el motivo con el que la introducen en esta segunda etapa no tiene mucho sentido, porque qué razón tiene Emily, oye, al final siempre hay que hacer lo que Lorelai quiere. Que ella no habla de tener niños, no hay niños, que habla de golpe de tenerlos por Luke -pese a que él no ha abierto la boca- hay que tenerlos. ¿En serio?
Lo dicho, pese a que el arco con el que la introducen no tenga lógica, ella sigue siendo Paris. La atolondrada que pese a tener una empresa exitosa se ve con necesidad de pasearse con un maletín vacío por no saber enfrentarse a una jornada de charlas en su antiguo colegio. Sigue siendo la misma sargento apeluchable. Y funciona. Dentro de todos los cambios que nos traen estos cuatro capítulos, encaja igual que antes, o incluso mejor.
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¿Qué se enfada con la madre? Se va a la casa de la piscina de sus abuelos. Eso sí, vendiéndonoslo como un acto heroico de independencia apabullante. ¿Qué quiere estudiar en la Ivy League? Sus abuelos le pagan la matrícula y el coche. ¿Qué quiere devolverles el dinero de ese pago? Se lo pide a papi. ¿Qué su amiga la echa del piso? Se va al del novio rico. Las Gilmore pretenden ser unas mujeres hechas a sí mismas, y en el fondo no hacen más que jugar a la revolución sobre redes de seguridad que ninguno de nosotros llegamos ni a soñar tenerlas. Pero las queremos. Tienen algo que hace que nos enganchen y que les tengamos mucho cariño aunque sean un desastre.
El cierre de ciclo que supone el final de Las Cuatro Estaciones de las Chicas Gilmore es cruel, y a su vez precioso. Rory ha dedicado toda su vida a no seguir los pasos de la madre. Y al final allí está, sin saber muy bien qué hacer, pero embarazada de un bebé. Y no conocemos más.
No logramos averiguar si la conversación con su padre hará que lo críe sola, si supondrá que Logan siga en su vida (porque para aquellos que creen que el Wookie es el padre, no, mira, no cuadra por las fechas y además me niego a enfrentar algo así), nos tienen a ciegas. Y encaja. Es bonito. Rompe con todo lo que esperábamos de Rory. Encontrarse no se lo ha dado un exitoso puesto como directiva y una familia de postal, sino echar la vista atrás y generar ella su propio trabajo, en Stars Hollow y con toda una vida por delante que es una sorpresa.
Este año de las Gilmore funciona porque no nos da todas las respuestas. Es solo dejarnos ver un poco de lo que pasa en ese universo paralelo que sigue por su cuenta. Y no ha acabado. No sabemos si nosotros podremos ver algo más (señora Palladino, si estás leyendo estás líneas, sí, por favor, queremos más de nuestra dosis) pero sus vidas ruedan con independencia de lo que averigüemos. Y eso hace que pueda funcionar un retorno, pero también que nunca jamás veamos una imagen nueva de nuestras Lorelais.
Y que, al final, nos queden los cientos de horas emitidas para verlas cíclicamente, hablar con los amigos, repetir frases de la serie que solo son entendidas por otros locos por las Gilmore y ser siempre bienvenidos en ese loco mundo en el que un cerdo para Kirk es una solución viable.
Tanto la serie original como la vuelta de ‘Las Chicas Gilmore’ se pueden ver en Netflix.
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