‘Farmacia de Guardia’ fue uno de los primeros hitos de las televisiones privadas. (Fuente: Antena 3)
Si algo ha diferenciado a la televisión de otras herramientas culturales es su ámbito doméstico. El televisor como electrodoméstico conquistó el centro del salón y tanto los muebles como los miembros de la familia miraban a él como ventana al mundo. Así, la tele se convirtió en un elemento cotidiano y desarrolló una de sus principales capacidades: la de hacer compañía.
Las noticias, los magacines matinales, las tertulias, los concursos diarios no solo entretenían sino que conseguían que las personas estuvieran menos solas. Las series también: sus historias río nos acompañaban durante meses, intrigándonos, sacándonos una sonrisa o simplemente haciéndonos sentir uno más de esa familia televisiva que entraba cada tarde o cada jueves por la noche en nuestra casa. Ahora es distinto.
Sin que este texto se deje llevar por la nostalgia (que siempre está a un puntito de distancia del pollaviejismo), sí que me parece interesante comentar cómo la llegada de las plataformas y el binge-watching ha cambiado lo que las series de televisión significan en nuestras vidas. Lo que nos aportan. Con el modelo tradicional de televisión, con emisión semanal de episodio y temporadas que abarcaban varios meses o todo el curso escolar, llevábamos a las series de la mano. Formaban parte de nuestras vidas durante mucho tiempo.
Claro que el modelo a la carta tiene sus ventajas (el cómo, dónde y cuándo quieras), pero también está transformando ese vínculo emocional que desarrollamos con productos culturales como las series. Una temporada que se lanza un viernes y que ya has terminado a media tarde del sábado (y más si son tan cortitas como The End of The F***ing World) es difícil que produzca el mismo efecto que una comedia que te hace reír durante 22 semanas. Puedes disfrutarla, apreciarla, valorarla, por supuesto, pero hay un componente emocional menos profundo. Siempre digo que no habría sido lo mismo ver Girls del tirón, en vez de semana a semana y año a año.
Ahora las series juegan a ser películas. Y no hablo en esta ocasión de las estructuras narrativas episódicas. Me refiero a cómo se nos presentan y cómo nos impactan: son un evento puntual, vienen y se van, desaparecen hasta el año siguiente, a veces más con espíritu de secuela (los Duffer insistían en esto con Stranger things) que de continuidad. Como mucho nos duran un par de semanas y a otra cosa. Otra serie vendrá a llenar su hueco y luego otra. Ya no hay una cita semanal con Farmacia de Guardia o Los Serrano, ni mañanas veraniegas pegados a Xena, La princesa guerrera, ni esperamos con ganas el siguiente episodio de Community. Como dicen algunos, nos “ventilamos” las series, qué término tan horrible.
Y parece un fenómeno global y frente al que no hay marcha atrás (¿o tal vez sí, Disney+?). Las televisiones españolas apuestan cada vez más por temporadas cerradas, de esas de “si la cancelamos que tenga un final digno para la trama” y solo Cuéntame cómo pasó y La que se avecina son testigos del modelo antiguo. Fuera resisten los Anatomía de Grey y otros tótems de la televisión en abierto, pero el maratón de ocho episodios y las miniseries son quienes marcan el paso.
Yo echo de menos la tele que te abraza y te ve crecer.
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