(Fuente: Twitter / @stevennelson10)
Durante los últimos años, la distopía ha sido uno de los subgéneros televisivos en alza. Desde la estela de antologías que han seguido a Black Mirror hasta los dramas que han querido sumarse al tirón de El cuento de la criada, esa mezcla entre ciencia ficción y comentario social que nos pone ante un futuro hipotético en el que todo se ha ido al garete se ha postulado como un ejercicio de imaginación poco confortable pero muy atractivo para el espectador.
Pero enfrentarnos a escenarios incómodos es más sencillo cuando partimos de una realidad medianamente estable y grata: el terror está en la pantalla, pero cuando la apagamos nos sentimos relativamente seguros. Qué horror esto que plantea Years and Years y Santa Rita, Rita, que me quede como estoy. Entonces llegó 2020 y la pandemia. Y luego 2021 que, lejos de darnos un respiro, ha empezado fuerte con un casi golpe de estado en el Capitolio de los Estados Unidos. Y nos encierran en nuestras casas, vemos el mundo con mascarilla, hay una crisis mundial y, luego, un señor disfrazado de vikingo entra al senado de la primera potencia mundial como Pedro por su casa. El mundo ha saltado el tiburón, que diríamos en términos de guion. Pero no, cada día esta serie que estamos viviendo vuelve a superarse.
Vivimos tiempos en los que, más que nunca, se cumple esa frase hecha que dice que la realidad siempre supera a la ficción. Qué lista fue Veep yéndose antes de que el trumpismo hiciese imposible la sátira política y qué van a hacer los responsables de The Good Fight en la próxima temporada eran dos pensamientos intrusivos que nos venían ayer ante la locura de Washington. O qué rápido hubiese tumbado un productor la idea del vikingo fascista con un “eso no es creíble” si se hubiese propuesto en una sala de guionistas. Un tuit muy acertado señalaba cómo la ya citada Years and Years estaba mutando en comedia romántica, pues su parte distópica cada vez se torna más realista.
La serie de Russell T Davies fue, sin lugar a dudas, el pico más alto de la remesa de distopías televisivas de la última hornada, no solo por su calidad audiovisual sino por cómo fue capaz de anticipar lo que estaba por llegar, que en su momento nos pareció en pantalla tan alarmante como rocambolesco e imposible de suceder. Nuestros yos de 2019 no supieron leer como un aviso lo que formalmente era catalogado como distopía. Ahora la serie se ha resignificado por completo.
A La valla de Antena 3 le pasó algo muy distinto. También se adelantó a muchas cosas de las que seríamos testigos en 2020, pero sus episodios no llegaron a las ondas a tiempo. Su estreno quedó pospuesto, quizás por prudencia, y cuando finalmente vio la luz estábamos en ese punto raro en que como espectadores no sabíamos bien cómo gestionar las similitudes entre ficción y realidad (o futuro inmediato). Porque el objetivo de la distopía siempre ha sido hablar de nuestra sociedad a través de sus mundos hipotéticos, pero siempre con algo más de distancia. El cuento de la criada, cuyo caso es paradigmático, siempre recibió quejas de inverosímil, pero todo lo que contaba había pasado de algún modo u otro en la Historia y, sobre todo, podía volver a pasar. Eso la hacía tan angustiosa.
Sin embargo, todavía con El cuento de la criada existía cierto trecho entre nosotros y la distopía. Ahora no sabemos adónde vamos a parar ni cuánto más se puede ir el mundo al traste entre que te echas la siesta y te vuelves a despertar. No son buenos tiempos para ficciones que nos pongan una bola de cristal delante porque tememos que acierten. Necesitamos un respiro y buscaremos esa otra tele que siempre nos ha acompañado, la evasiva, la que nos pone en bandeja un lugar feliz. Reencontrarnos con la pandilla, conocer el mundo, enamorarnos, tomar una taza de chocolate caliente y olvidarnos de lo que hay ahí fuera. Distraernos con las series.