Kristen Bell en ‘The Good Place’. (Fuente: NBC)
La tendencia narrativa que dominó la ficción de la primera década (y parte de la segunda) del siglo XXI fue la del antihéroe. Con la llegada de esos personajes que se alejaban del estereotipo del héroe tradicional, se abrió la puerta a protagonistas que se movían sin complejo por los grises de la escala moral y que podían tener sangre en sus manos.
A pesar de sus conductas transgresoras, personajes como Tony Soprano, Vic Mackey, Gregory House, Nancy Botwin, Dexter Morgan, Jackie Peyton y Walter White se ganaron el apoyo de los espectadores porque las historias estaban contadas desde sus puntos de vista, y porque se nos presentaban tan complejos y humanos que lo que hacían, aunque fuera cuestionable, siempre podía justificarse de alguna manera.
Estos personajes no tenían la presión de ser perfectos; no serlo era, precisamente, lo que los hacía especiales. Así, parecían más realistas y hacían más fácil el proceso de identificación del espectador. Los antihéroes saciaban nuestra necesidad de evasión de la realidad haciendo lo que nosotros no nos atrevíamos a hacer: House decía frases que nos habría gustado decir en la vida real, Dexter asesinaba a los que se escapaban de la justicia.
Cuanto peores personas eran, más complejos parecían, y más nos gustaban. Durante un tiempo, pareció que no había otra forma de construir personajes interesantes, y la tridimensionalidad fue sinónimo de almas torturadas, pero desde hace unos años la ficción ha derivado en personajes positivos que quieren ser buenas personas y que retan constantemente nuestro cinismo.
Kimmy Schmidt se mantuvo fiel a sus principios hasta el final, y nada de lo que le ocurrió fue capaz de romperla. The Good Place ha conseguido reiniciar su historia varias veces manteniendo una premisa que hace unos años habríamos rechazado; en Crazy Ex-Girlfriend hemos visto hacer un trabajo de cambio a Nathaniel, un personaje que parecía irredimible cuando lo conocimos; y en la reciente Muñeca rusa también es importante el proceso de crecimiento.
Escena final de la temporada 14 de ‘It’s Always Sunny in Philadelphia’
En The Magicians hay un personaje que es capaz de reencontrarse con la bondad aun después de haber perdido su humanidad; en The Bold Type, los mentores son inspiradores y el conflicto no surge nunca de la envidia ni de los malentendidos; incluso una serie como It’s Always Sunny in Philadelphia, heredera de la idea de Seinfeld de que los personajes son lo peor y no evolucionan nunca, nos regaló con su secuencia de ballet contemporáneo un final de temporada emotivo y emocionante que era totalmente inimaginable en el contexto de la serie hace un año.
Esta tendencia parece responder al caos de la vida real, como una forma de resistencia a esa costumbre cada vez más extendida de tratar de forma peyorativa a los activistas de la justicia social, o a hablar de buenismo o corrección política como si fueran los males de nuestros días; un uso del lenguaje como el arma política que es que solo busca distraernos de lo importante.
Todas estas propuestas nos demuestran que en la ficción hay valor en que los personajes quieran ser buenas personas, y que ese es un objetivo tan loable como cualquier otro viaje dramático. Uno en el que los espectadores estamos interesados porque sabemos que es muchas veces más difícil e importante que cualquier otro.
Comfort TV, series para evadirnos del mundo real
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