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Ponle más sitcom: la batalla de ‘Final Space’ por ser la serie que quería ser

(Fuente: TNT)

Si la belleza está en los ojos del que mira, en los ojos de quienes pagaron Final Space había, sobre todo, sitcom. No hace falta más que ver sus primeros episodios, disponibles tanto en Netflix como en los servicios bajo demanda que incluyan el canal TNT, y uno se da cuenta de que la serie ciertamente tiene ramalazos de comedia por fascículos; sin embargo, nació para ir por otros derroteros. El plan de Final Space era ser mucho, casi serlo todo: épica ligera, odisea de ciencia ficción, space opera servida de homenajes, melodrama familiar, heroicidad young adult…, cualquier cosa menos una sitcom.

Y aun así, insistieron. No está del todo claro quiénes: primero pudo ser la cadena TBS, que compró el proyecto y emitió la temporada inicial; luego, quizá Adult Swim, una marca que pasó de emitirla como segunda ventana a convertirse en la palestra privilegiada de su continuación. El caso es que insistieron. Hicieron todo el hincapié posible en que la serie podía vivir a rebufo de otros casos de éxito cortados con el mismo dechado, como Rick y Morty o Futurama, si se maquillaba un poco. Ahora que se acerca el estreno de la tercera parte, nadie pone en duda lo que Final Space es, y mucho menos lo que no es.

«Creo que no saben cómo promocionar una serie como esta, así que la anuncian como una sitcom», me contó su creador, Olan Rogers, en una entrevista que muy pronto podréis leer aquí, en Fuera de Series. Pero para convertirla de verdad en una comedia de situación no bastaría con publicitarla como tal: habría que limar aristas, retraerse en términos de inversión narrativa y meter mucha tijera. Final Space mantiene los veintipico minutos por episodio que son de rigor en el mundillo de la risa dibujada, pero no supedita a ello la historia de su protagonista, Gary, una página en blanco que se rellena con cada tramo de la epopeya por salvar el universo en la que se embarca y con la vesania de cada escudero que se le suma en el camino.

Tan rectilíneo es ese camino que asusta, que atrapa con fiereza al espectador desprevenido y lo revuelca por los arroyos frescos de una peripecia que se sabe finita, poniendo un plato más bien cercano a Guardianes de la galaxia en la boca de quien esperaba encontrarse una American Dad en el espacio. El plan de TBS al comprar la serie —producida por la empresa de Conan O’Brien, el presentador de late nights— era, de hecho, que se complementara con esa última, que también se emitía en el canal, para empezar a construir a partir de esa extraña pareja un bloque de animación sólido en el paisaje del cable estadounidense.

Puede que por eso mismo a la segunda temporada de Final Space la aquejen algunos oasis de historia encapsulada, cuyas acciones nacen y mueren en un escenario y un episodio, pero, en cualquier caso, sus repercusiones sí permean ineludiblemente las membranas de los capítulos. Nada de lo que se dice o hace en la serie sale gratis. La tercera entrega —a la que Adult Swim ya ha puesto fecha para el mercado yanqui, 20 de marzo, y que TNT traerá a España en verano—, según me contaba Rogers, enmienda esos despistes y se compromete más disciplinadamente con aquello que realmente quiere contar. No habrá mejor momento que este para entregarse a los 23 episodios que ya se amontonan, abriendo boca con las virtudes y valorando justamente los baches de una ficción tan intrépida como su protagonista, que ha librado mil batallas para ser por fin la serie que quería ser. Las cicatrices seguirán ahí, pero ¿quién no las tiene?

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