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¿Por qué nos fascinan los superhéroes?

‘Loki’ es la última aventura del personaje de Tom Hiddelston. (Fuente: Marvel)

Las posibilidades de toparte con alguna narrativa de superhéroes mientras haces zapping —lo que incluye las plataformas de streaming, claro— debe de rondar ahora mismo el 50 por ciento. ¡Están por todos sitios! Los hay clásicos y centrifugados, bondadosos y malvados; capuletos y montescos… el menú es inagotable. Sin ir más lejos, ahí carbura Loki estos días, perpetrando sus trastadas en los viajes temporales que cada semana nos trae Disney+.

Loki conforma la última derivada de un género que en los últimos años ha sido tan ubicuo en la cultura popular como lo fueron, qué sé yo, los westerns en los años cincuenta, por citar un entorno con una raigambre mítica similar. No descubro nada apuntando la extraordinaria prolijidad de los superhéroes en la narrativa de los cómics (DC, por ejemplo, tuvo que reordenar su multiverso en 1986 ante el guirigay); incluso desde aquel Superman encarnado por Christopher Reeve se han sucedido adaptaciones tan populares como el Batman de Burton, los X-Men de Singer, el Spider-Man de Raimi o El Caballero Oscuro de Nolan. Sin embargo, a pesar de su presencia y aquellos taquillazos, jamás los medios audiovisuales habían tenido su conversación cultural tan determinada por Marvel, DC y demás enmascarados como ahora. ¿Por qué están tan de moda? ¿De dónde viene tanta fascinación?

Por un lado hay una cuestión puramente industrial, que quizá sea la más decisiva y, no obstante, se antoja la menos atractiva intelectualmente. Más allá de las posibilidades visuales que los efectos especiales han generalizado, la lógica del éxito lleva implícita la replicación. Diseñamos una estrategia y, si Iron Man funciona bien, nos atrevemos con Thor y, como el retorno monetario llega según lo esperado, apretamos el encuadre y metemos a todos juntos en Los Vengadores y, ante el éxito, ensanchamos por la derecha hacia ese grupete de renegados que son Los Guardianes de la Galaxia, y, por la izquierda, miramos a Wakanda, al mismo tiempo que los agentes de S.H.I.E.L.D. se toman su tiempo en la televisión. Etcétera. Un larguísimo etcétera.

Lo más sugerente de esta lectura industrial es que la expansión del ecosistema narrativo necesita de la innovación. Uno no quiere exactamente más de lo mismo, sino variaciones sobre el molde, como hace cualquier obra de género. En esos intersticios es por donde se te cuelan propuestas tan asombrosas como la visualmente fascinante Legion , la subversiva The Boys o la triste y metatextual Bruja Escarlata y Visión. Dicho de otro modo: la necesidad de prolongar el éxito obliga a modernizarse y en ese proceso emergen series chispeantes.

Decía que lo industrial es el aspecto menos interesante de este análisis precisamente porque su lógica —con las particularidades previsibles para cada producto, como es obvio— funciona igual para fabricar salchichas que para levantar series: oferta, demanda, éxito, imitación, innovación. Más sabroso resulta descender, en primer lugar, a lo antropológico. Ahí —de nuevo, con todos los apósitos que los más expertos quieran colocar— podemos concluir que nos fascinan los superhéroes porque nos retrotraen a nuestra infancia, a ese temblor de épica y lucha contra el mal. Son una ficción escapista que, como toda narrativa heroica, se basa en aceptar un reto de aroma antiguo: sufrir individualmente para restaurar el bien de la comunidad.

Y, además, emprenden esa tarea heroica jugando con una sabrosa articulación entre extrañeza (los poderes molones que tienen) y cotidianidad (la doble vida). Las posibilidades narrativas y dramáticas de este encabalgamiento son enormes, tanto para el humor en los equívocos como para el amor, dificultado por las máscaras. Ser diferente y encajar, je, ahí hay un conflicto milenario que se actualiza. Y funciona. Por eso, este juego entre los súper-poderes y las dobles identidades permite establecer con suavidad un espejo con la audiencia, como capta con brillantez Amy Glynn:

Que todo el mundo es el héroe de su propia historia, que la batalla del bien contra el mal se desarrolla en todas partes, todo el tiempo, principalmente mediante pequeñas escaramuzas mundanas entre personas que son imperfectas y complicadas; que el poder trasciende, pero que también corrompe; que las personas que trabajan juntas pueden lograr un cambio verdadero. Que podemos convertir nuestras heridas en nuestras fuentes de energía.

Oigo la objeción: “Oye, majete, pero es que hay muchos héroes muy complejos y dañados. Precisamente el salto actual de la narrativa superheroica tiene que ver con haber encarado esa vertiente adulta del cómic. ¿No recuerdas Jessica Jones, por ejemplo?”. Disto mucho de ser un experto, pero mi intuición me dice que esta pega es compatible con lo dicho hasta ahora. Lo ejemplifico con mis propios hijos. A principios de este año anduvimos toda la familia en casa enamorada de Bruja Escarlata y Visión. Como es evidente, mi lectura estética (el repaso a los códigos televisivos desde los años 50) y dramática (una serie-ensayo sobre la pérdida) era muy diferente a la que tenían mis hijos. Recuerdo que mi tercera (siete años) se apenaba muchísimo de Wanda (“pobre Wanda”, me repetía), pero lógicamente no era capaz de articular un discurso en torno a los estadios del duelo ni la perseverancia psicológica del trauma. Su enganche era puramente emotivo. Ergo, series como esa delicia creada por Jac Schaeffer son capaces de jugar con diversos estratos de lectura, algo que amplifica sus posibilidades de recepción: los más frikis buscarán el huevo de pascua, los amantes de los cómics escrutarán las alusiones al papel, los seriéfilos tradicionales nos engancharemos al drama y los más palomiteros fliparán con saltos, explosiones y láseres. El público adulto y el infantil pueden convivir en muchas series y películas que se convierten en relatos catch-all, que dirían los anglosajones.

Este múltiple nivel de lectura nos permite sondear una vertiente sociopolítica que contribuye a explicar también el furor de estas narrativas: habilitan un comentario sobre la actualidad. Que si los X-Men hablan de tolerancia, que si Black Panther deja espacio para reflexionar sobre las relaciones raciales, que si Daredevil juguetea con los límites de la violencia legítima, que si Joker rescata la complejidad del mal… En todos los casos estas lecturas son sabrosas, pero no las principales. Sin embargo, sí son aspectos que las legitiman entre la crítica especializada y la academia, que suelen actuar como caja de resonancia.

Este eco con los temas del presente enlaza, por fin, con el estatus mítico de los superhéroes. La civilización occidental ha crecido aupada sobre los mitos greco-romanos en combinación con los bíblicos. Son personajes e historias que servían para explicarnos el mundo e iluminar nuestras emociones. Hoy no me atrevería a afirmar, como en The Guardian, que los superhéroes provenientes del cómic son los dioses de la mitología contemporánea, pero sí tengo la impresión de que su fascinación y omnipresencia actual tiene mucho que ver con su raíz mítica, esto es, universal. Es un desempeño del mito que rescata con limpieza el historiador y divulgador Michael Wood:

Pero los mitos son más que simples historias y tienen un propósito más profundo tanto en las culturas antiguas como en las modernas. Los mitos son cuentos sagrados que explican el mundo y la experiencia del hombre. Los mitos son tan relevantes para nosotros hoy como lo fueron para los antiguos. Los mitos responden a preguntas atemporales y sirven como brújula para cada generación.

Por eso, más allá de modas y tendencias rentables, intuyo que el ocaso popular de los superhéroes llegará cuando dejen de funcionar como historias que sirvan para entendernos, para alumbrar nuestra humanidad compartida desde ángulos novedosos. Hasta entonces, ¡larga vida a los superhéroes!

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