Robert McKee durante una de sus clases magistrales. (Fuente: ECAM)
Estos días atrás, en España había tres tipos de guionistas. Los que despotricaban ante la visita de Robert McKee, un venerado gurú de la teoría del guion de 78 años, los que acudían a su seminario organizado por la ECAM en Kinépolis y los que, directamente, se quedaron en casa porque no podían pagarlo. Adorarlo u odiarlo; el desdén no parecía una opción válida.
Entre el grupo de los asistentes vi (lo siento, mi habilidad para reconocer caras de guionistas es tirando a regular) al creador de dos series españolas muy prestigiosas, a una guionista que está barriendo en taquilla, a un famoso cómico/presentador y a un ya no tan famoso actor, entre otros. También a gente de cadenas, de los que compran series. Mientras, los detractores de McKee le llamaban de todo por Twitter, que si cantamañanas, que si era la homeopatía del cine, que si no ha visto series, que si menudo titular había dado contra el cine europeo.
Entiendo que a McKee se le tome muy en serio si solo conoces de él ese tocho naranja que escribió (EL GUIÓN, cuando todavía se le ponía tilde a la palabra) y has visto una de sus fotos con el ceño fruncido. Un señor muy serio y muy enfadado, que dice cosas muy importantes y que todos debemos rebatir, parecen sentir algunos. “¡Qué nos va a enseñar sobre guion alguien que no escribe guiones!”, farfullaban (razonamiento que aplican también a la crítica con frecuencia). En realidad sabe bastante y cada tanto saca a relucir el cachondeo propio de quien se toma a chufla estar en el tiempo de descuento. Tampoco es cierto que no haya escrito: su último crédito como guionista es la miniserie bíblica Abraham de 1993 (“¡Vedla, es realmente buena!”, decía guasón a su público).
Para enseñar teoría sobre algo no hay que ejercer algo. En eso consisten la enseñanza y la teoría. Un profesor de ingeniería naval no se pone a construir barcos después de las clases para que sus alumnos no le acusen de farsante. Obviamente, el llamado gurú no vende una receta mágica para el éxito porque no existe. No entras a sus clase siendo un guionista de Vida loca y sales escribiendo Los Soprano.
Hablaba con una amiga sobre este tipo de cursos y lo comparábamos con eventos de otra índole, como por ejemplo los relacionados con el emprendimiento. Más allá de las herramientas que se puedan adquirir, que en pocas horas son limitadas, valen más por la chispa que pueden despertar en ti. Una idea, una motivación. Pero eso no quita que, aunque a ciertos guionistas este hombre no tenga nada que enseñarles, para otros McKee sepa poner en palabras, categorías y estructuras lo que hacen por intuición o llaman de otra manera. Es decir, la teoría. Los trucos que hay detrás de la pirotecnia.
Yo reconozco que iba con ciertos prejuicios, como que sería el típico señor que no ha salido de HBO ni para mirar El Tiempo, pero con los ejemplos de Ugly Betty me conquistó. También con Sexo en Nueva York, que es de HBO, pero no de señores. Sus análisis son muy lúcidos, aunque no descubren la pólvora y tal vez sirvan más para un guionista en ciernes que para otro muy curtido. Como cualquier tipo de clase en la que no todos los estudiantes tienen el mismo nivel, por otra parte.
Había un cuarto grupo de guionistas: los que se quejaban por las nominaciones de los Premios Feroz, donde las series de las televisiones en abierto brillaban por su ausencia. Pero esa llaga la dejo supurar para meter el dedo otro día. Quiero mucho a los guionistas individualmente y me hacen mucha gracia como masa agitada. Lo más curioso es que algunos de los enemigos de McKee luego son los primeros en impartir cursos de guion y clases magistrales en másteres. A ver si el problema era el trozo del pastel. O que creen que ellos lo harían mejor.
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