Hace unos años tuve la ocurrencia de lanzar una pregunta a Yuji Muto, el director de Shin Chan. Recibí y mantengo la sensación de que el japonés, que ha sido padre putativo del irreverente chavalín desde 2004, no entendió ni papa de lo que le estaba contando, pero creo que el problema no fue mi pregunta, tampoco muy enrevesada, ni las entendederas del realizador, que se asumen bien largas. Era el contexto. Podría parecer que no hay sitio más apropiado para interrogar a un orfebre del anime que una conferencia organizada por un Salón del Manga y la Cultura Japonesa, pero aquello fue un desastre.
A Muto, un titán de la animación japonesa, lo habían puesto ahí como un monigote. Para exhibirlo pero no exprimirlo. Para que lo cagaran las moscas, que se dice en mi tierra. Un auditorio abarrotado de personas que minutos antes habían recorrido el pabellón anejo como poseídos, arramblando con chapas, pósters, camisetas y, en menor medida, libros de manga y DVD de anime, asediaba ahora al nipón con preguntas sobre su obra. Que si la comida favorita del crío, protagonista con tendencia al nudismo que presta el nombre a la serie, era tal o cual plato o que si el perro de la familia, Nevado, iba a tener toda la vida la misma edad.
Allá que fui, idiota, convencido de que el creador agradecería tener la oportunidad de debatir las particularidades de su oficio ante una hinchada entregadísima, a inquirir al tipo. La pregunta que le hice, conjugada alrededor del tono y las tramas, no viene al caso, porque ni él la entendió ni yo se la supe reformular ni la pobre intérprete, que traducía y traducía aclaraciones al dialecto de Okinawa o yo qué se qué lengua infernal y que seguramente me habría apuñalado de haberse topado conmigo en las horas siguientes, consiguió transmitirla. El asunto es que la atmósfera marciana que generé en aquel teatro me dejó muy claro que a esos sitios no se va a analizar. Que yo había hecho el panoli, porque el anime se ve pero no se piensa.
Se vive, claro, y se manosea hasta hacer de ello una categoría identitaria (el otaku) que lee los productos desde unos valores pactados en grupo y que cotizan simbólicamente en esa comunidad, pero sus lecturas no son las nuestras. No son las que encontraréis en Fuera de Series, por ejemplo. Y ocurre también lo contrario: que los esfuerzos por diseccionar las series de televisión, que tienen su público, requieren de formación y generan conocimiento y empleo, rara vez (con contadas y honorables excepciones) se dirigen hacia la animación japonesa. Los círculos que ven anime y hacen de ello una característica que define su ser no lo rumian demasiado y los entendidos, a quienes se supone cierta autoridad en el tema, parecen ajenos a él.
Luego pasa lo que pasa: que los fanáticos y censores nos comen la tostada porque nos la dejamos comer. De este anime, que nació como un manga de Yoshito Usui en 1990 y dos años después se convirtió en producto televisivo, se puede pensar mucho y muy profundamente. Sirve para explicar el funcionamiento de las adaptaciones, por ejemplo, pues la serie (que entró en España en 2001 a través de la cadena catalana K3 y luego ha pasado por Antena 3, Neox y Fox) lleva huérfana desde 2009, cuando Usui murió despeñado practicando senderismo, y ha continuado publicándose desde entonces, al igual que el tebeo, confiando en recibir del autor original el mismo beneplácito del que gozaba cuando vivía.
La telebasura de ‘Bola de dragón’
Sin embargo, la conversación principal en torno a Shin Chan ha sido siempre la articulada en términos mojigatos y paranoicos. Ese niño marrano pervertiría a nuestros hijos y los volvería exhibicionistas y malhablados. Y sucedió así por la inercia pacata de nuestra sociedad, pero también por la influencia de la noción de telebasura, un concepto estudiado por el académico Manuel Palacio en relación a Bola de dragón, quizás el otro gran anime polémico entre las asociaciones de padres (curiosamente, también introducido en las parrillas españolas a través de una televisión autonómica).
No se equilibra la balanza hablando de cómo, por ejemplo, la serie es tan lúcida que podría incluso dar un baño de humildad a los análisis eurocéntricos de los que no logramos deshacernos. Como apuntaba Francisco Javier Fernández Obregón en el resumen de este artículo, la turbación despertada por la serie en Occidente es de una naturaleza muy particular: “Shin Chan revolucionó y creó polémica en Japón, no por los aspectos que hoy se enfatizan en Occidente, ya que la sexualidad y la irreverencia en los dibujos animados no es algo nuevo para los japoneses, sino porque en cierta manera se burlaba de las estrictas y serias costumbres niponas”.
27 películas de ‘Shin Chan’
Podría utilizarse Shin Chan para hablar de machismo, del paso de los infantes de sujetos subalternos a individuos con voz propia o de la representación de la violencia en el hogar a través del slapstick, todo desde una perspectiva transnacional; o como puente entre culturas que nos permita entender el negocio de la OVA (u Original Video Animation), unas siglas que se prodigan poco en Occidente (se me ocurren ahora los especiales de Steven Universe y Hora de aventuras) y que hacen referencia a producciones paralelas a series animadas que no pasan por televisión y se exhiben directamente en cines o vídeo doméstico. Shin Chan tiene ya 27 de estas cintas, muchas de ellas de gran calidad.
Por temas de los que hablar no será. Netflix, por ejemplo, podría haber traído a la edición de 2020 del FesTVal de Vitoria, desde donde escribo estas líneas, algo sobre su versión animada de Memorias de Idhún y matar así dos pájaros de un tiro. Por un lado, alejando la inapagable conversación de la legitimidad de sus dobladores; y por otro, porque la única explicación posible para un casting de voces tan chanante era la esperanza de endilgar alguna entrevista a los medios gracias al tirón de los artistas. La serie, más allá de la mácula de la controversia, revelaba un cierto interés de la plataforma por la animación, ¿no creéis? Hablémoslo.
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