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La serialidad retroactiva y el nombre de la rosa

Kyle MacLachlan en ‘Twin Peaks’. (Fuente: Showtime)

Todo relato maneja dos ansiedades contradictorias desde la noche de los tiempos: el anhelo de clausura y la esperanza de renovación. Queremos saber cómo acaba tal o cual historia, pero al mismo tiempo también deseamos permanecer sumergidos en su embrujo. La paradoja de quemar trama precisamente porque la estamos disfrutando tanto que no querríamos que se acabara nunca. Tradicionalmente, cualquier relato serial suponía la mayor sofisticación de semejante paradoja, con su permanente -estructural- tensión entre avance y parada, desde los folletines literarios por entregas del XIX hasta los seriales radiofónicos de la posguerra. En las últimas décadas, como es obvio, han sido las teleficciones quienes han tomado el testigo como el producto serial más popular y consumido.

Como explica Carroll apelando a la causalidad, “la forma serial, en cualquier medio, descansa sobre el mismo principio: el relato genera ciertas preguntas que la audiencia espera que se respondan, o bien en la presente entrega, o en una posterior”. Ahí yacen, pues, los dos rasgos predominantes de la serialidad: la dilatación temporal de las historias y su carácter episódico, fragmentario. Bajo ese paraguas tan amplio podemos encontrar prácticamente casi toda la televisión narrativa contemporánea, puesto que (con algunas excepciones notables como las antologías o las tv movies), la mayoría de la ficción actual adopta una forma híbrida, que oscila desde las series autoconclusivas tipo CSI (las que responden las preguntas en el mismo episodio) hasta los seriales expandidos a lo The Wire (que posterga sus respuestas, durante temporadas, incluso).

Estos relatos que ostentan una potente trama de fondo añaden una característica indispensable como requisito serial: hay que consumir adecuadamente cada capítulo siguiendo el orden prescrito por la propia obra. Dicho de otro modo: aunque uno pueda perderse detalles de la tenue historia de fondo, es factible disfrutar un episodio como el imaginativo Malas noticias sorpresa de la séptima temporada de House habiendo visto unos pocos capítulos de la primera temporada de la serie interpretada por Hugh Laurie. Sin embargo, intentar entender el imponente final del sexto año de Juego de tronos (Vientos de invierno) o el mítico Ozymandias de Breaking Bad habiendo catado solo los pilotos de esas series implica quedarse tan perdido como Alicia al cruzar el espejo.

Todo esto es bastante conocido. Sin embargo, lo interesante de este momento es que cada vez resulta más habitual lo que podríamos denominar como “serialidad retrospectiva”. Es decir, productos que ya resolvieron su tensión entre sorpresa y repetición, que suturaron el dilema entre clausura y continuidad, que estaban concluidos y cerrados… y cuya capacidad serial se reactiva tiempo después. Lo apunta certeramente Frank Kelleter en su capítulo para Media of Serial Narrative: “Un mismo texto puede ser considerado simultáneamente serial y no-serial, dependiendo de la perspectiva desde la que se mire. O, de manera más precisa, dependiendo de la situación histórica en la que se movilizan sus actividades textuales en un sentido u otro”.

Es decir, que la serialidad, en estos años de hemorragia de contenidos, se ha convertido en una condición potencialmente perpetua. Que se lo pregunten, si no, a Blade Runner o Twin Peaks. Y aquí es donde entra toda la jerga de derivaciones diegéticas que nos anima las noticias culturales cada semana: secuela, remake, reboot, precuela, preboot, franquicia, spin-off, reimaginación, adaptación, saga, crossover, reunión, universo expandido…

De Dexter a Conan el bárbaro, de Gossip Girl a la enésima costilla proveniente de The Walking Dead, de la precuela de Los Soprano a la nueva iteración de Frasier, de la remozada True Blood a la nueva En terapia, parece que la palabra “Fin” se ha vuelto mullida y gaseosa. ¡Emerge la posibilidad de volver a zambullirse en esos universos que tan buenos ratos nos depararon! Dickens se adelantó a la prosa Coelho cuando escribió que “el dolor de la separación no es nada comparado con la alegría de reunirse de nuevo”. Queda por comprobar si tenía más razón nuestro Juan Ramón en el lamento de su poema más breve: “¡No le toques ya más / que así es la rosa!”.

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