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‘Mare of Easttown’ y la redención como síntoma

Mare of Easttown y la redención
Kate Winslet y Guy Pearce en el final de ‘Mare of Easttown’ (Fuente: HBO España)

Una de las escenas de esta semana ha sido la de Mare Sheehan consolando a su amiga Lori Ross. No hacían falta palabras. Solo la acumulación emocional y dos excelentes actrices, que arrasarán en los Emmy. Incluso a mí, que he sido de los pocos a los que no me apasionó Mare of Easttown, me pareció un cierre emocionante y extrañamente luminoso. Redentor. Porque la apaleada protagonista logra en el último capítulo clausurar su viaje interno, tan repleto de cicatrices, sinsabores y culpas. La RAE define la redención como «poner término a algún vejamen, dolor, penuria u otra adversidad o molestia». Pero también —y aquí la palabra enlaza con la antropología cristiana— incluye la acepción de «rescatar o sacar de esclavitud al cautivo mediante precio», es decir, pagar por los pecados de otro para liberarle.

Quizá siguiendo la inercia del optimismo contracultural de Ted Lasso, he estado dándole vueltas al asunto del happy end de Mare estos días, intentando encontrar la explicación a una aparente perogrullada: ¿por qué nos gusta sufrir con los personajes, pero ansiamos su salvación final? O, expresado de otro modo, ¿disfrutamos contemplando sus penurias porque sabemos que, cuando llegue la línea de meta, remontarán para salir airosos? No es plan de ser exhaustivos, pero hay un buen puñado de series top de los últimos años que se las hacen pasar putas a sus personajes y, sin embargo, acaban lanzándoles el salvavidas para que no se ahoguen.

The Virtues, por ejemplo, con ese estilo tan a flor de piel que caracteriza los barrios obreros de Shane Meadows, ofrece una historia terrible. Dura como pocas. La impresionante actuación de Stephen Graham corretea repleta de matices que expresan todos los grises de la desesperación, la locura, la soledad y el desamparo. Y, sin embargo, The Virtues acaba con la vista firme, puesta en el horizonte. Todo un exorcismo al pasado para poder ganar el presente, que no es poco.

Le pasaba también a la estupenda Happy Valley, una dolorosa historia de crímenes donde el Bien existe, la Justicia jamás abdica y el dolor busca su sanación. Alejada del cinismo existencialista que espesa el noir contemporáneo, la serie de Sally Wainwright apostaba por una postura de resistencia, como atestigua, por ejemplo, la luminosa radiante estampa rural que clausura la segunda temporada. Tras dos temporadas siguiendo a la incansable Catherine Cawood —con sus penalidades, sus horrores profesionales y sus dificultades familiares— la moraleja de la serie parece rescatar la cita de Tolkien: «Hay algún Bien en este mundo y vale la pena luchar por él». Porque merece la pena luchar por su nieto, por la memoria de su hija muerta, por la rehabilitación de su hermana y por la estabilidad social de su comunidad. Ahí yace la redención.

Incluso una propuesta tan alabada como el primer True Detective sorprendía en sus últimos compases, donde el discurso idealista explícito enarbolado por un victorioso Rust Cohle —un personaje excéntrico y altamente existencialista— actúa como una subversión no solo de los rasgos del personaje, sino también de las habituales expectativas derrotistas del género. Durante los ocho capítulos de la primera temporada, la serie venía atestada de diálogos filosóficos de corte sartriano, profundamente agresivos con la capacidad humana para resistir y sobreponerse:

«Mira, yo me considero un realista. Pero, puesto en términos filosóficos soy lo que llaman un “pesimista”. (…) Somos cosas que operamos bajo la ilusión de poseer una identidad. Una creación de experiencias y sentimientos sensoriales. Programados. Con una total garantía de que todos somos alguien… cuando de hecho, todos somos nadie. (…) Creo que lo más honorable que nuestra especie puede hacer es negar nuestra programación. Dejar de reproducirnos. Caminar de la mano hacia la extinción».

Sin embargo, el cierre de la trama no solo resuelve el misterio, sino que voltea radicalmente el modo de ver el mundo de Cohle: «Bueno, antes solo había oscuridad. Si me preguntas, la luz está ganando». Esto contrasta fuertemente con los monólogos que el personaje interpretado por McConaguey ha declamado durante sus ocho capítulos anteriores.

Son solo algunos ejemplos —seguro que muchos más le vienen al lector a la mente— de cómo el espectador televisivo, por su propia naturaleza, suele ser alguien esperanzado. Porque aún hoy seguimos consumiendo historias para encontrarle sentido al mundo. Y constituye un impulso profundamente humana el desear que haya justicia poética. Escribía el filósofo Josef Pieper: «La esperanza es un movimiento intencional hacia un objeto (…). Todo acto de esperanza presupone la existencia de algo bueno, algo de lo que el sujeto es consciente antes de comenzar su búsqueda». Quizá todas estas ficciones que maltratan a sus personajes para finalmente redimirlos no sean más que un intento tan antiguo como el mundo: el de recordarnos que este sarao que llamamos vida es algo bueno y tiene sentido.

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