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Netflix, la velocidad de visionado y el apocalipsis

(Fuente: The CW)

Desde los albores del audiovisual, todo avance tecnológico ha generado una batalla intelectual entre apocalípticos e integrados. Bah, ni siquiera son polémicas privativas del séptimo arte y sus alrededores, puesto que pueden extenderse a cualquier derivación tecnológica dentro del ámbito creativo, desde la fotografía digital hasta el audiolibro. De hecho, quienes hayan estudiado Comunicación Audiovisual o Estética fílmica probablemente recordarán cómo los formalistas reivindicaban que la «pureza» del cine residía precisamente en su capacidad para transformar la realidad. En consecuencia, se oponían a adelantos como el color o el sonido, precisamente por lo que tenían de mimético, de fiel al mundo. Venían a decir: «ey, si se parece tanto a la realidad, será un documento fáctico valioso, pero no una creación artística». Es un ejemplo clásico que me vino a la mente ahora que se ha consolidado la opción de escoger la velocidad a la que quieres ver Netflix.

Como me descubrió Marina Such, era una práctica que, aunque minoritaria, ya andaba extendida desde hace años. De entrada me parecía una marcianada y salió el pureta que hay en mí. Se me antojó inadmisible la posibilidad de variar la velocidad del visionado, puesto que eso atentaba contra la voluntad del artista, que había concebido la obra de esa exacta manera. Gentes tan poderosas como Judd Appatow o Aaron Paul habían puesto el grito en el cielo, a pesar del aplauso de sordos y ciegos.

Pero luego intenté darle la vuelta al argumento, aunque solo fuera por gimnasia intelectual. Y, vaya, relativicé todo bastante. Yo seguiré, por supuesto, viendo las series y películas en su ritmo original, pero me temo que desterraré cualquier atisbo de exhibir una supuesta superioridad artístico-moral sobre quien opte por poner las escenas a toda mecha. ¿Por qué? Pues básicamente, porque intervenciones que modifican la voluntad del artista las ha habido siempre en el ámbito audiovisual. Esta es, simplemente, una más… ¡y ni siquiera obligatoria, ni por defecto! Quien quiera, que la use, y quien no, que mantenga la velocidad prevista. Incluso, como escribía Álvaro Onieva, puede generar un efecto depurativo, similar al slow food.

Porque se me ocurren decenas de ámbitos que interfieren en la concepción de la obra y, demonios, hemos salido más o menos cuerdos de todos ellos. Los amantes del cine y la televisión españoles que tengan más de 35 años atesoramos toda nuestra cultura fílmica juvenil mediante versiones dobladas. Modificar algo tan esencial para los actores como su voz, ¿respeta íntegramente la visión del artista? El otro día, sin ir más lejos, ponía un mini-hilo en twitter con respecto a El silencio de los corderos con una variación curiosa. Pero, vamos, se me ocurren otro centenar más de obras cuya recepción artística varía sensiblemente al verla doblada. Por cierto, ¿los subtítulos son parte esencial de la obra o es un peaje que los creadores si consideran aceptable? En general, somos capaces de mirar letras y pantalla al mismo tiempo, pero puede que haya detalles estéticos que se nos escapen. Y, salvo muy contadas excepciones, ningún creador concibe su película con subtítulos incorporados.

Pero es que aún hay más. Todas aquellas películas clásicas que muchos hemos visto solo en televisión, ¿resisten la prueba del algodón de los puristas, donde me incluyo? Fijaos este enfado de Spielberg, que suele ser alguien adorable, con el mítico Roger Ebert:

La única vez que pierdo mi integridad como cineasta es cuando mis películas se emiten en televisión. Lo pierdo porque soy muy consciente del encuadre, muy consciente de mis composiciones visuales, y hago muchas cosas para contar una historia según el lugar en el que coloco personajes y objetos dentro del encuadre. Cuando veo mis películas pasadas por el pan-and-scan [el proceso de adaptar la pantalla panorámica de cine al formato televisivo], es como si algunas de las escenas hubieran sido redirigidas por otra persona.

De forma similar, hay muchas películas recientes que nuestras pantallas convierten en «telenovelas». Sí, se ha acuñado el término. ¿Qué hacemos con ellas? Tom Cruise, que sí tiene más mala leche que Spielberg, también era cristalino en este vídeo.

Se podría seguir tirando del hilo para reflexionar sobre si visionar en una maratón una serie pensada para ser emitida semanalmente y durante varias temporadas es respetar la voluntad del artista o la idea con la que fue concebida la obra. La apreciación estética y narrativa varía, desde luego, puesto que se pierde la dilatación temporal. Lo mismo pasa con dejarse capítulos por la mitad, rompiendo la unidad narrativa establecida por el texto.

Por tanto, puedo entender el reproche a la posibilidad de variar la velocidad si eres una de esas pocas personas del mundo que tiene la suerte de ver todo siempre en pantalla de cine y en versión original. Entonces sí estás habilitado para quejarte amargamente de esta posibilidad que ofrece Netflix y para acusar a Hastings de querer incrementar los números de visionado como si fuera una fábrica de salchichas.

Si no es el caso, me temo que para bien y para mal llevamos toda la vida enfrentándonos a un montón de intermediaciones tecnológicas que unas veces obligan al usuario a consumir un producto diferente del concebido por el creador (¿quién lee hoy las novelas de Dickens por entregas, como se concibieron?) y, en otras, le permiten inmiscuirse ligeramente en el proceso creativo para detener una escena, volver atrás o quebrar una continuidad narrativa vencido por el sueño.

En otras palabras, que esto de la velocidad de emisión es, en realidad, tan viejo como el mundo.

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