(Fuente: Netflix)
Tres días después del estreno de la última temporada de The Crown la resaca nos tiene entretenidos con esa lucha de estrellas que han protagonizado los personajes recién llegados a la serie, Margaret Thatcher (Gillian Anderson) y Diana de Gales (Emma Corrin). Que si una se mueve entre la parodia y la excepcionalidad, que si la otra clava esa caída de ojos y ha sido una apuesta de la que pocos esperaban semejante éxito. Pero, ¿y qué pasa con la reina, el centro de la historia, la mujer que trabaja incansablemente por su país y por la casa real que representa?
Para ver un capítulo centrado por completo en la protagonista de la serie de Netflix hemos tenido que esperar al cuarto. Con el título de El Favorito, que bien podría haber sido “La reina epatada”, nos cuenta una historia que probablemente corre más a cargo de la pluma de Peter Morgan que de la realidad, en la que Isabel se acerca a sus hijos para descubrir quién es el ojito derecho que, según su marido, todos los progenitores tienen. Y lo único que descubre es que los mayores son tremendamente infelices y los dos últimos insoportablemente engreídos.
En el episodio siguiente, Fagan, nos encontramos a una entrañable señora que reniega de poner más seguridad en su palacio y se sienta a charlar con un completo desconocido sin perder demasiado la calma. Y para verla en su vertiente más política hay que esperar al octavo, donde sale (momentáneamente) vencedora de la lucha que mantiene con Margaret Thatcher.
(Fuente: Netflix)
Hasta el capítulo final, al que llegaremos después, la narrativa de la cuarta temporada de The Crown nos ofrece una reina que caza y viste mucho de caqui, que organiza eventos en los que hay que ponerse guantes para saludar a los escogidos, que desayuna con su marido y le lanza pullas o que se reúne con la vertiente femenina de la familia para comentar los cotilleos, como haríamos cualquiera de nosotras en nuestras casas, pero sin candelabros ni bonitos cuadros colgados de las paredes.
Este segundo plano puede resultar insultante para los más monárquicos, y para los fans de Olivia Colman, pero no es más que la realidad de la etapa vital que atraviesa Isabel II. Durante los años ochenta, la época en la que transcurre la temporada, la reina ya tiene más de cincuenta años, un matrimonio estable y una existencia demasiado anodina comparada con la de sus cuatro hijos que, por una razón u otra, son carne de los tabloides y los programas de televisión día sí, día también.
Más allá de las extravagantes carreras vitales de Carlos, Ana, Eduardo y Andrés, que poco tienen que ver con la educación y la vocación de servicio que la propia reina y que su hermana recibieron cuando tenían su edad, el arrinconamiento narrativo de la reina es el precio que tiene que pagar por formar una familia y, simplemente, vivir. Y no hay más que preguntarle a cualquier mujer por la última vez en la que su madre, sus amigas o su marido se interesaron por cómo estaba. Justo antes de convertirse en madres y que el centro de atención se desplazase a las criaturas que acababan de llegar al mundo y tenían un montón de experiencias, de mocos y de palabras por vivir y expresar.
(Fuente: Netflix)
Si la interrogada tiene una edad, podemos preguntarle cuándo comenzó a sentir que era invisible. Las probabilidades de que diga que en el momento en que superó la barrera de los cincuenta son elevadísimas. Porque mientras que la madurez y la experiencia son valores a tener en cuenta entre los hombres, las mujeres dejamos de ser atractivas, tanto física como intelectualmente. A nuestro alrededor han surgido personas más jóvenes, cosas más interesantes que merecen la atención de cualquiera, porque si hemos llegado hasta ahí será que ya lo tenemos todo controlado.
Dentro de la casa real, a Isabel II el protagonismo se lo roba Diana pero, a diferencia de sus propios hijos, es la única que no siente envidia por ello. Y es, probablemente, la que más derecho tiene a sentirla, porque una cara bonita y una personalidad entrañable y cercana al pueblo que acaba de llegar ha empañado todo el trabajo que lleva haciendo durante décadas. La casi invisibilidad de la reina en la cuarta temporada de The Crown es ley de vida, no una carencia de Morgan ni un deseo especial por castigar a la protagonista de su historia. Y buena prueba de ello es que la convierte en el centro de atención de dos de las conversaciones más relevantes con las que se cierra esta entrega.
(Fuente: Netflix)
Con Margaret Thatcher entierra el hacha de guerra y se solidariza “no como reina a primera ministra, sino de mujer a mujer”, le dice después de recordarle cómo ambas han tenido que lidiar con “hombres condescendientes” que les decían lo que tenían que hacer. Poco después repasa las cosas que tienen en común, y que no ha sabido ver durante sus numerosas audiencias, y entre ellas se encuentra “nuestra generación”. Porque ambas son mujeres mayores que, de una forma o de otra, se han rodeado de un grupo de personas que, durante toda la temporada la reina, durante el final de su mandato la política, terminan haciéndoles sombra, aunque hayan sido ellas quienes han mantenido a flote a la familia y al país en los últimos años.
Poco después de que Isabel ponga firme a Carlos, que ya era hora, el Duque de Edimburgo hace una entrañable incursión en la habitación de Diana de Gales y hay algo más que un “asúmelo, este es el papel que nos ha tocado vivir”. “Todos somos un extraño irrelevante salvo lo único que importa, la única persona que importa” le dice Felipe a la joven antes de abandonar la habitación. Y puede que no se lo diga solo a ella, sino también a los que estamos al otro lado de la pantalla. Porque la hemos visto menos de lo que queríamos, como la propia Diana, pero sin la reina ninguno de ellos estarían donde están. Y si no fuese por ella nosotros, probablemente, tampoco estaríamos viéndolo y disfrutándolo.