Cuando El cuento de la criada comenzó en 2017 era una serie-tesis: tenía una denuncia muy clara que hacer y todo lo demás estaba supeditado a ese hecho: personajes, universo, trama… Era una distopía que en el fondo no lo era tanto, porque te dejaba claro a cada paso del camino que eso que estabas viendo en pantalla estaba ocurriendo en algún lugar del mundo. En mayor o menor medida. Elizabeth Moss miraba a cámara con los ojos vidriosos diciendo «despierta, esto ocurre, no seas la rana que llega al punto de ebullición sin darse cuenta».
Y, así, todo estaba subordinado a ese mensaje, empezando por los personajes. Era una serie que dejaba claro quiénes eran los opresores merecedores de nuestro desprecio (las ‘tías’, los comandantes y sus mujeres) y quiénes las oprimidas dignas de nuestra empatía y comprensión (‘martas’, ‘criadas’…). Esto no le restaba ninguna calidad a la ficción basada en la novela de Margaret Atwood, pues tenía claro su objetivo y utilizaba los recursos a su alcance para transmitir su mensaje. Si hubiera sido una serie-evento, aquí hubiera acabado todo.
Más allá del libro de Atwood
Sin embargo, la serie continuó más allá de los límites de la novela y, a más capítulos, más desarrollo de personajes. Es normal. Actualmente, es posible que June Osborn sea uno de los personajes más redondos —en cuanto a complejidad y matices— de la televisión actual: es una superviviente, una madre amantísima, una buena amiga a ráfagas y, como dejó claro el penúltimo episodio, una sociópata tan grande como Serena Joy (Yvonne Strahovski). El personaje de Strahovski, también ha ganado capas y complejidad episodio a episodio, apoyado sin duda por la gran calidad de su intérprete. En principio, esto no tendría que ser un problema, sino que es hasta refrescante ver cómo se escriben personajes femeninos como si fueran personas, en lugar de personajes-tipo. Pero en una serie que ha establecido su tesis de una forma tan contundente desde el principio, que de pronto aparezcan tantas escalas de gris, hace que algo chirríe. Como si la ficción estuviera tirando a la vez en dos direcciones distintas, dejando al espectador sin saber muy bien a qué atenerse.
Direcciones incompatibles
Porque la misma serie que se recreó en Gilead y sus castigos con una atención que rozaba el sentimiento pornográfico en el episodio de la semana pasada nos estaba diciendo que la víctima es cruel. Que deberíamos empatizar con la opresora porque los torturadores también lloran, qué cosas. Y en el siguiente capítulo June, la misma que se esfuerzan por establecer una y otra vez que solo se mueve por la venganza y que es tóxica y cruel hasta el punto de violar a su marido; mira a cámara, saltando la cuarta pared para dirigirse directamente al espectador. Entonces, con los ojos fijos en el espectador, el personaje de Elizabeth Moss clama que su voz es una entre las muchas que sufren y que no vamos a poder escuchar nunca porque están silenciadas o muertas. Que pide justicia.
Esto se puede comprender en una ficción comprometida con el aspecto más narrativo, con la individualidad más absoluta en la que los personajes no son portavoz de nadie más que de ellos mismos. Pero no es el campo de juego que estableció al principio la serie de Hulu y que, en el fondo, se niega a abandonar: la denuncia de la violencia ejercida contra las mujeres, por el simple hecho de serlo. June era todas las víctimas y ahora la serie está muy cerca de decir que están condenadas a un camino de ira y venganza. Paralelismos con tía Lydia incluidos.
No se puede estar en misa y repicando a la vez. El cuento de la criada debe decidir si quiere seguir siendo una serie-tesis, donde los personajes representan mucho más que su singularidad y, por tanto, no se pueden permitir matices o una serie que centra su narración en contar una historia de emociones universales, sí, pero vividas por individuos particulares con derecho a ser problemáticos en sus contradicciones.
‘El cuento de la criada’ se emite los miércoles en HBO España.