Fin de ciclo para Carnicero y los suyos. (Fuente: Amazon Prime Video)
Resulta increíble, pero la premisa de quién vigila a los vigilantes se ha vuelto ya una jaculatoria manida. Aquel revés ideológico capaz de cambiar tan traumáticamente la forma de entender a los superhéroes que acabó abriendo una grieta en la historia del cómic malvive ya en una broma infinita. La delación política que yacía en Watchmen o El regreso del caballero oscuro (ambos tebeos de 1986) llegó hace no tanto a la ficción televisiva como un giro crepuscular o spaghetti del género de superhéroes que anunciaba una inminente etapa de madurez, pero no ha hecho más que arder como una supernova y extinguirse a toda prisa.
Y el asunto no presenta visos de acabar; más bien, de consumirse y renacer en este ciclo artificial por muchos años. La última serie en inscribirse en este ocaso del arquetipo ha sido The Boys, la serie de Amazon Prime Video que, con la conclusión de su segunda temporada el pasado viernes, ha cerrado una tesis inicial sobre la degradación de la figura del superhéroe en la cultura de masas. Su premisa, recordemos, fabula los efectos de la introducción de un agente desestabilizador como el superhéroe en la sociedad capitalista, y lo imagina totalmente entregado al belicismo, las primas y el merchandising.
La perspectiva que ofrece la trama, más que impugnadora, es deprimente: los llamados Boys, ese grupo paramilitar que da caza a los superhumanos corruptos, buscan exponer como los maníacos y asesinos que son a los Siete, el Real Madrid de los justicieros, sin demasiado éxito. Los justicieros, de hecho, les comen la tostada hasta en los propios guiones. Esta segunda temporada, disuelta en el centro y redonda en los extremos, ha confirmado que la serie es más The Seven que The Boys, por mucho que el título oficial sea el segundo. Los grandes momentos actorales se los ha llevado Anthony Starr (Homelander o Patriota), y el protagonismo del discurso, los engendros con mallas.
Porque sobre el superhumano se puede discutir mucho. El semiólogo Umberto Eco, en su ensayo Apocalípticos e integrados, plantea el arquetipo del superhéroe como un revival del tipo de comunicación que operaba en el Medievo, un morfema de una mitopoyética dirigida. En cristiano: un mensaje codificado desde arriba, mitificado para albergar un cierto significado sobrenatural y universal que pudiera entender hasta el pastorcillo más simplón. Para el semiólogo, una figura como la del Superman de las tiras cómicas originales no encarna sino eso, valores universales establecidos desde lo alto para despertar aspiraciones colectivas.
(Fuente: Amazon)
¿Y quiénes habitan lo alto? Según Eco, los grandes publicistas, que cumplen hoy (bueno, en los 60, cuando se publicó el ensayo) el papel que desempeñaban las autoridades religiosas en las antiguas sociedades cristianas. Esos grandes publicistas deciden desde Madison Avenue, a través de imágenes mitificadas como el superhéroe, los estándares que coparán las aspiraciones del ciudadano, como lo define Eco, «heterodirigido». El justiciero transmite qué debemos desear y cómo consumirlo. Parece que el italiano hubiera redactado su teoría con Vought, la compañía que manufactura a los superhéroes de The Boys y sus chorreos interminables de mercadotecnia transmedia, en mente.
El personaje mitológico, prosigue Eco, debe inmovilizarse en su significado, ser eterno, pero un superhéroe necesita comercializarse en una «cultura de la novela» como la nuestra, donde las historias no residen en el pasado, sino que ocurren sobre la marcha. Al referirse a las tramas capitulares de las tiras cómicas de entonces, el semiólogo parece estar hablando asimismo de las series superheroicas estrenadas episodio a episodio, como precisamente decidió hacer The Boys con esta segunda entrega. Debido a esta circunstancia incómoda (ser a la vez leyenda y folletín), la identificación con el justiciero suprahumano es tramposa: es una proyección deseada pero inalcanzable.
Enmascarados como los de la serie de Amazon representan proyectos que no se pueden (y, a juzgar por los resultados funestos de esa identificación con el discurso filofascista de Stormfront que nos muestran en la secuencia que abre el séptimo episodio, no se deben) alcanzar. Es también de esta opinión un excéntrico líder de pensamiento en materia de viñetas, Alan Moore, que casualmente golpeaba los titulares de la prensa cultural hace unos días con unas polémicas declaraciones sobre el género. Para ponernos en situación, si Stan Lee es el progenitor entregado y dadivoso de los cómics de superhéroes, Moore sería como ese padrastro bolinga que va y viene.
«Las películas de superhéroes han arruinado el cine y, hasta cierto punto, la cultura», opina Moore, escritor de Watchmen e inventor a efectos prácticos de la pregunta especular sobre la que se sustenta The Boys. «Hace años dije que me parecía preocupante que cientos de miles de adultos estuvieran haciendo cola para ver personajes que se crearon hace 50 años para entretener a críos de 12. Eso habla de una especie de ansia de escapar de las complejidades del mundo moderno y regresar a la niñez».
Si alguien responde a este dechado alevoso que diseña Moore es Stormfront, la gran estrella de la temporada. A través de ella, superheroína conectada con el pulso de los sectores más reaccionarios del pueblo norteamericano a través de las redes sociales, la serie muestra cómo la posverdad (que vive de los sentimientos y no de los hechos) transforma la preocupación civil en ira incivil. «Puede ser una coincidencia, pero, cuando el pueblo americano votó en 2016 a una satsuma nacionalsocialista, seis de las doce películas más taquilleras fueron cintas de superhéroes», expone Moore. «Son síntomas de lo mismo: negación de la realidad y deseo de soluciones simplistas y sensacionalistas».
Sympathy for the devil, reza la canción de los Rolling con la que arrancó la temporada hace ya ocho semanas, como aludiendo a este mecanismo aspiracional que devuelve un reflejo quebrado. La ironía de la lírica de Mick Jagger y Keith Richards es también parte insustituible de la receta de The Boys, pura posmodernidad. Disolución y parodia. La temporada, de hecho, culmina con un chiste sobre sí misma que habrá pasado desapercibido a muchos. El breve momento en el que Homelander se masturba sobre el horizonte estrellado de Manhattan se presta a una doble lectura, toda vez que fue la única escena que Amazon ordenó quitar del metraje de la primera entrega por parecerles demasiado grotesca.
Este crepúsculo autoparódico del superhéroe en el audiovisual se augura infinito en el último episodio de la temporada. Superado el clímax final, la congresista Victoria Neuman, una suerte de Alexandra Ocasio-Cortez que pugnaba por la estricta regulación de los justicieros, se revela como corrupta y con poderes. No parece descabellado interpretar este giro, dentro del marco de discurso metatelevisivo adoptado por la propia serie, como la aseveración de que no hay forma de contraataque que el sistema-cultura-mercado de The Boys no pueda fagocitar. Lo expresaba John Storey en Teoría cultural y cultura popular: si hasta la impulsión desestabilizadora de The Clash puede reconvertirse en un anuncio de Levi’s, de poco sirve la resistencia.
¿O hay un remedio? Si miramos hacia las ausencias, hay una que sangra especialmente. Puede que se nos haya olvidado, pero la trama de The Boys nació del homicidio involuntario de la novia de Hughie a manos de A-Train, un atropello de las autoridades por el que una fuerza desaparecida debería haber exigido responsabilidades: el periodismo. El gremio de los juntaletras, el llamado quinto poder, es un valioso cancerbero de las democracias liberales, evidentemente amenazadas por las ideologías que fundan los procederes de Stormfront o Homelander. La serie, sin embargo, retrata una sociedad donde los grandes descorches periodísticos no resuenan.
En esta temporada hemos visto estallar dos escándalos (el verdadero origen de los superhéroes y aquellas fotografías que exponían a Stormfront como una nazi) y, para prender la mecha de ambos, los protagonistas, agentes revolucionarios que suelen operar extramuros del sistema, han recurrido a los medios de comunicación. A los telediarios. El efecto de estos descorches, sin embargo, ha sido prácticamente nulo. La exclusiva del Compuesto V, en concreto, se amortigua como el sonido del árbol que cae en un bosque vacío.
The Boys atestigua que hoy vagamos sobre las cenizas de las grandes épicas periodísticas. Los paladines de narraciones inspiradoras como Todos los hombres del presidente (1976), de Alan J. Pakula, se deshacen en lágrimas al ver que melocotonazos como el de los impuestos de Trump dejan de ser noticia a los dos días. Puede que la explicación a este ocaso interminable del héroe en televisión pase por mirar atrás. Que haya que buscarla en espacios, arquetipos e historias que creíamos superadas. Buscarla, encontrarla y compartirla. No vale solo con vigilar a los vigilantes: hay que contarlo.
La segunda temporada de ‘The Boys’ está disponible completa bajo demanda en Amazon Prime Video.